domingo, enero 14, 2007

UN MANTO DE ESTRELLAS

Eran las veladas en el bosque lo que más echaba de menos. Su madre siempre le había acompañado de niño en sus paseos nocturnos bajo las estrellas. Le gustaba verla caminar, sus pies descalzos rozando el rocío de la hierba, y escuchar el suave murmullo de las gotas de rocío al acariciar su piel. Ella no reía mucho: la muerte de su esposo pesaba demasiado en su corazón. Pero en esos paseos nocturnos, ella le cantaba las viejas canciones de sus antepasados, y a él le encantaba seguirla, la luna reflejada en la larga melena que le caía más allá incluso de la cintura. Cuando soplaba la brisa del sur, los cabellos le flotaban y se mecían al ritmo cadencioso de los suspiros escapados de su pecho, mientras la luna se miraba en las hebras blancas que la pérdida del amor había sembrado aquí y allí, sin menoscabo a su belleza, su suavidad, ni su fragancia.

- ¡Cuéntame otra vez cómo Isildur rescató el fruto, mamá! – le pedía, alegremente ajeno a la congoja que timbraba la voz de su madre.

Gilraen suspiraba, recogía la voz en el silencio unos instantes y comenzaba de nuevo la historia de su ya lejano antepasado. Muerto su esposo, en ella recaía por completo la labor de que su hijo conservase la memoria de su estirpe. Era una labor amarga, pues aunque estaba orgullosa de pertenecer a la raza de los Altos Hombres, había en esa historia demasiados lecciones marcadas por la vergüenza, el fracaso y la pérdida.

Pero para un niño de diez años, eran aquellas narraciones de grandes aventuras, de batallas y hazañas, de magia y de leyenda. La inocencia de su corta edad suavizaba los errores que aquellos nobles guerreros de su misma sangre pudieran haber cometido. Así que no se cansaba de escuchar a su madre, ya fuese cantando por los bosques, sentados junto al hogar en invierno o a la orilla del río, sus pies sumergidos en las frescas aguas en aquellas largas noches de estío.

Otras veces, mientras peinaba con los dedos el sedoso y largo cabello de su madre, era él quien le cantaba o narraba las viejas historias, como si se tratase de una lección que debía dar a una bellísima maestra. Y era precisamente cuando ella permanecía en silencio mientras le acariciaba la melena, cuando Aragorn más se apercibía de la profunda tristeza de su madre. Sentía cada fino mechón como ríos de llanto mudo que corriesen por sus dedos, cada hebra blanca una lágrima seca inmortalizada en el espeso velo negro de su larga noche de duelo. La acariciaba hasta mucho tiempo después de agotada la última nota, permaneciendo ambos silenciosos en el discreto rumor de la espesura.

- ¿Mamá?
- ¿Sí, hijo?
- ¿Le robaste a la noche sus cabellos?- y su madre se giraba, sonriendo.
- ¿Cómo podría haber hecho eso?
- No lo sé. Pero si no se lo robaste, debió ser la noche quien te regaló un retazo de su manto de estrellas.

Entonces su madre se giraba, sonriendo con dulzura, y le estrechaba fuerte pero tiernamente entre sus brazos, su pelo cubriéndole y ocultándole las lágrimas que, esta vez sí, corrían húmedas y calientes por su rostro. “Las mismas palabras” –se decía-, “las mismas palabras que me decía su padre”.
Mucho hacía que su madre había marchado de Rivendel, y Aragorn había crecido, espigado y ágil, fuerte y flexible, sus rasgos ya madurando hacia el rostro del adulto en quien en breve se convertiría. Pero en sus ojos la inocencia seguía pugnando contra la tristeza y, aunque muchos motivos tenía que la congoja alentaran, la juventud de su corazón rebosaba de esperanzas. Aunque sin su madre, seguía yendo cada noche que podía a pasear bajo los árboles, descalzo como antaño lo hiciera Gilraen y contemplando el manto de estrellas de la noche con la brisa del sur acariciándole la piel.

Aquella noche era noche de luna llena, y el verano la hacía especialmente apacible y hermosa. El cielo despejado se le antojaba un mar de negrura donde peces de plata nadaban en perfecta armonía. La sangre le corría inquieta por las venas y el calor rodaba transparente por su piel aún lampiña. Cuando terminó de cenar, salió a la noche, a la espesura, y corrió hasta alcanzar el río. Se desnudó, dejó las ropas sobre una piedra brillante y limpia y se sumergió en las aguas cantarinas, permaneciendo allí hasta estar la luna bien alta en su curso. Salió entonces, bailando bajo sus rayos hasta secarse con su luz como si de la del sol se tratase. Después, se vistió y fue a caminar, pendiente sólo de la canción y las fragancias del bosque.

Ensimismado, no se dio cuenta de que no estaba solo hasta que escuchó una risa suave mecida por la brisa del sur. Todos sus sentidos se aguzaron, buscando el origen de aquella canción de sonrisas. Caminó siguiendo las huellas que el sonido le dejaba, silencioso como un gato que acechase una presa, escondiéndose en las sombras de árboles y arbustos, tras las rocas y los troncos de los árboles caídos.

Por fin, un movimiento desveló su objetivo. Una figura alta de negros cabellos giraba dando vueltas, riendo suavemente, la luna prendida en la seda blanca de su vestido, su luz reflejada en los finos hilos de plata y las gemas que cubrían su melena. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía salió de la espesura y, dirigiéndose a bellísima desconocida, dijo:

- ¿Le robaste a la noche sus cabellos?–. La dama, de la estirpe de los elfos, le miró sin sorpresa y aún sonriendo.
- ¿Cómo podría haber hecho eso?
- No lo sé. Pero si no se lo robaste, debió ser la noche quien te regaló un retazo de su manto de estrellas.

Así fue como, por primera vez, Aragorn vio a Arwen, estrella de la tarde, tan hermosa como lo fuera la estrella de la mañana, Luthien. Y así fue como le entregó su corazón antes siquiera de conocer su nombre, preso por siempre de un manto de estrellas.

Zirbêth.

sábado, noviembre 06, 2004

EL ESPEJO DE NIMRODEL

Ya no podía ignorar por más tiempo la llamada del mar. La sensación de necesidad se había convertido en urgencia, y una inquietud le asaltaba el corazón cada vez que la tormenta provocaba el estallido de las olas contra los muros del puerto. Su espíritu se alzaba al ritmo de las olas y cada choque contra la piedra le causaba un dolor lacerante. Porque sabía que su tiempo en Edhellond había llegado a su fin y que su anhelo le acompañaría en su viaje al Oeste. La noche le traía el eco de una llamada.

Todos sabían del amor que Amroth había profesado a la hermosa Nimrodel. Las leyendas y canciones, los cuentos y poesías sobre su desdichado amor le habían acompañado toda su vida, como el sordo eco de su propio dolor. En el tiempo en que todavía ella cantaba junto a las aguas del Nimrodel, él fue testigo y compañero desconocido del gran príncipe. Ambos escuchaban extasiados el canto de la dama, cuya voz se mezclaba con la del río en la cascada, en melodías dulces y melancólicas unas veces, alegres y esperanzadoras otras. Él estuvo allí cuando ella le dio su nombre al río, pues tan profundo llegó a ser el lazo entre ambas voces, que río y dama eran uno, tanto que cuando el rey Amdír pereció en la batalla y Amroth tomó la corona, el nuevo rey mandó apostar guardias desde el nacimiento del río hasta su desembocadura, para que ninguna criatura maligna mancillase sus aguas. Tal era su amor hacia ella, que se construyó, como es sabido, su morada en las copas de los árboles para estar siempre cerca de su canto, que se elevaba desde las aguas como un aroma de mil flores.

Él, sin embargo, permaneció al pie de los árboles, siempre escondido y siempre escuchando, incluso cuando la quietud sustituía los cantos, y Nimrodel caminaba silenciosa y descalza, sus pies acariciando las aguas y la hierba, su corazón siempre donde su pensamiento le decía que no debía estar. La veía levantar la mirada hacia las copas y murmurar el nombre del rey. Pues, aunque se resistía con todas sus fuerzas, el amor por Amroth había germinado y florecido en su pecho, y hacía mucho tiempo que su canto le buscaba como los ojos del sabio rey a ella.

Más, al final, ni siquiera los arqueros de Lorien consiguieron mantener a los enanos y a los orcos lejos de las aguas de Nimrodel, y ésta huyó hacia el sur asustada, siguiendo el curso del río. Fue él quien alertó a Amroth de esta huída, y vio marchar tras la dama al rey. Y fue tras ellos, pues de algún modo, aunque sabía de su mutua pasión y de su propia desesperanza, el amor que sentía hacia la dama hacía mucho tiempo que se conformaba con su simple cercanía. ¿Cómo no alegrarse, entonces, cuando por fin en el encuentro ambos se confesaron su amor y se comprometieron? Aunque sus ojos vertieran lágrimas en aquellos momentos, aunque se supiese condenado desde entonces a la soledad, ¿cómo evitar sentirse feliz por ella, por ambos?

Se alejó de ellos y se retiro a sus estancias secretas junto al río. Las lágrimas le recorrían las mejillas, pero no había música que acompañase este curso por la piel. Permaneció varios días allí, escondido del mundo y sólo, hasta que la voz de Nimrodel le sacó de su ensimismamiento y salió de su escondite en las raíces de un frondoso y anciano árbol. Ella cantaba con una voz más armoniosa aun si cabía. Y danzaba solitaria junto a las aguas. Lamentó entonces que las aguas junto a la cascada fuesen tan vivas, pues ella no podía contemplar su propia belleza, su sonrisa radiante y el brillo del amor en el fondo de sus ojos.

Y fue así como decidió poner todo su amor en una obra, un regalo, para las nupcias de aquellos dos corazones inmortales. Aquella misma noche rogó a las estrellas que iluminaran su camino hasta encontrar él árbol preciso y con el talló el marco. Luego, aplicó todo el saber aprendido de los suyos y capturó en una suave superficie la belleza de las aguas, creando así el remanso que la cascada jamás permitía. Estuvo entregado a su obra durante semanas, y en cada pequeño esfuerzo puso gotas de su amor hacia Nimrodel, para que la pena no tuviera cabida ni el egoísmo hallara fértil terreno en el que crecer. Hasta la última esperanza de su amor la depositó en la obra de sus manos y, cuando la hubo finalizado, la cargó para llevársela a ambos enamorados.

Pero cuando alcanzó Cerin Amroth halló que se habían marchado, y supo de la decisión del rey de partir hacia el Oeste con su amada, quien le había pedido que la llevara donde la Sombra no les alcanzara. Entonces, cargó a su espalda el preciado presente y marchó al encuentro de la comitiva, aunque una inquietud sin nombre le oscurecía el corazón. Trataron de disuadirle, pues se sabía que tras la Dagorlad compañías de orcos vagaban por las montañas y valles hacia el sur y que todo el camino entre Lorien y Gondor era acechado por Hombres hostiles. Pero ninguna razón ni consejo le disuadió, y partió solo en busca de los amantes.

Muchas noches conocieron sus pies y no pocos sinsabores, pero al fin llegó a la bahía de Belfalas; y allí supo de la desaparición de Nimrodel y que el rey la esperaba pese a la cercanía del invierno, sin perder la esperanza, siempre mirando hacía las montañas, con el oído alerta por si la voz de su amada llegaba entre las nubes que, cada vez más espesas, obstruían su impaciente mirada. Así que, sin tiempo para el descanso, dejó atrás al rey y volvió a los caminos en busca de Nimrodel, pues temió como todos por su vida, pero él no supo ser paciente y esperar. Muchas lunas anduvo buscando por los innumerables caminos que recorrían el trayecto de Lorien a la bahía donde se hallaba el puerto élfico, pero sin hallarla. Y durante todo el trayecto, llevaba el trabajo de sus manos y su amor cargado a la espalda. Cuando llegó a Lorien, nadie le pudo dar noticias de la dama Nimrodel, así que volvió a emprender el regreso al puerto donde quedase Amroth, aunque trató esta vez de seguir el río todo el tiempo posible, en la esperanza de encontrar de nuevo las voces unidas.

Cuando por fin alcanzó su destino, la tragedia de Amroth lo esperaba. Supo así de la tormenta que se llevó las naves de hombres y elfos del puerto, del grito desesperado del rey y de su salto a las aguas. Pero de Nimrodel no tuvo noticia alguna.

Enfermó entonces, y los habitantes del puerto le acogieron y le llevaron a una casa frente a la torre del carpintero de barcos, donde le dieron cama, comida y todo tipo de cuidados. Y al descubrir el tesoro que portara a la espalda, pensando que debía ser de mucha importancia para él, lo colgaron sobre su cama y frente a la ventana, para que así multiplicase la luz en la habitación y le ayudase a sanar. Sin embargo, él permaneció mucho tiempo en silencio, como enajenado, y se dejaba cuidar como si de un niño se tratase. Tanto tiempo pasó postrado en cama, que cuando por fin recuperó la salud no supo donde se encontraba. Desorientado se levantó y salió a la calle, y allí la mujer que solía cuidarle le encontró y le ayudó a recordar. Sentados frente al puerto en aquella mañana soleada, fue recordando poco a poco todo su devenir en busca de Nimrodel y supo entonces que nadie la había vuelto a ver. Tras un largo silencio, le preguntó por la carga que llevara, y ella le condujo de nuevo a sus estancias. Y allí, en la obra de sus manos que con tanto amor creara, descubrió que el tiempo había obrado una maravilla. Pues en lo más alto de superficie lisa que el labrara había ahora una imagen. La misma imagen que se podía observar desde la ventana de la que era ya su morada: el puerto de Edhellond, la torre del carpintero de barcos y en el cielo, un gran cisne deslizándose en el aire y sobre las aguas.

La luz del amanecer le sorprendió en estas meditaciones y con un suspiro volvió al presente. Muchos años habían pasado ya desde que sanara, y durante todo este tiempo habitó en el puerto élfico, desde el que cada primavera había visto partir a más y más de los suyos. Ahora ya sólo unos pocos quedaban y pronto otro barco zarparía. La primavera estaba cerca y se ultimaban los detalles finales de otra de las embarcaciones de los elfos. En esa nave, también el partiría más allá de Ekkaia, el Mar Exterior, hasta las Tierras Imperecederas. Sin embargo, aún quería realizar un postrero viaje. Del armario sacó sus viajas ropas de caminante y tomó de la pared la pieza que con tanto amor confeccionase tantos años atrás. La envolvió cuidadosamente y la cargo en su espalda. No había nadie despierto aún cuando abandonó la hermosa ciudad junto al mar y se internó en los valles. Los días transcurrieron fríos pero hermosos, ninguna lluvia ni criatura perturbó su caminar y así, finalmente, llegó hasta él la música de la cascada y el rumor del agua, y sintió su corazón latir con fuerza, pues le parecía escuchar las notas que antaño brotasen de su amada y de las aguas como si fuesen una sola fuerza. Hundió las manos y el rostro en las aguas y dejó que sus lágrimas se mezclaran con la corriente del río. Tras descansar un rato, se dirigió al árbol donde de hallaba su escondite y lo encontró cubierto por las hojas caídas y el musgo, pero por lo demás intacto. Lo limpió y colocó unas ramas muertas a modo de tejado, para proteger la pequeña estancia de la lluvia y colocó en él aquel regalo nunca entregado, aquella prenda de su corazón y de sus manos, y allí la dejó. Al alejarse se sintió liviano y por primera vez en mucho tiempo sonrió. Un barco le esperaba, pues también para él había llegado el momento de decir adiós a la Tierra Media.

Éowyn Zirbêth

sábado, octubre 16, 2004

DEMASIADO TÍPICO

No me puede estar pasando esto a mí", se dijo, mientras se levantaba del suelo y miraba el pendiente a contraluz, aunque le había bastado palparlo para identificarlo como ajeno. Se sentó un momento en la cama y le vinieron a la mente, al menos, cinco películas y tres novelas (malas casi todas) donde la esposa descubría la infidelidad del marido al encontrarse un pendiente ajeno bajo la cama. Le vino la escena de Andy McDowell aspirando la casa y descubriendo la prueba de que su marido se la estaba pegando con su marido, en aquella cinta, Sexo, mentiras y cintas de video, y se descubrió imaginándose a ella con el morenazo de Gallager envueltos en mil sudores.

Se echó el pendiente al bolsillo. Su marido estaba en la ducha. Se fue a la cocina he hizo como si nada. Al día siguiente, cuando su marido se fue a trabajar, salió a la calle y compró otro par de pendientes y dejó uno de ellos justo donde había encontrado el de la amante. Luego, un poco antes de que llegase su marido, colocó la cámara de video de modo que enfocase debajo de la cámara y la dejó grabando, escondida bajo unas ropas. Cuando el marido llegó, le dijo que bajaba a por tabaco, dejándole el campo libre. Pero al volver, el pendiente seguía allí. Paró la cámara mientras estaban cenando y viendo una película, y la volvió a conectar antes de irse a la ducha. Al día siguiente, la cara de su marido le miraba algo colorada por la postura desde debajo de la cama.

Hizo un par de llamadas de teléfono, cogió las maletas y metió dentro toda la ropa, la bolsa de aseo, los zapatos y escribió una nota. Llamó a un taxi y se fue a un buen hotel de las afueras. Con la tarjeta de crédito de él, reservó la mejor suite para dos noches, ordenó champán y una langosta. Cuando se sintió satisfecha, se fue de nuevo a la ciudad, compró un móvil con la misma tarjeta hizo un par de llamadas. Llegó a casa justo para atender a su cita de las cuatro y luego se fue a darse un baño espumoso. Desde la bañera llena de agua hirviendo y espuma, mandó un mensaje desde el nuevo móvil.

El día había sido un verdadero infierno. Primero, ella le había dejado. Se había quedado pálida como polvo de talco y, a la vez que dos lagrimones le corrían por el rostro, le había pedido que se fuera, primero con voz queda, luego gritándole como una posesa. Como él no entendía el porque, trató de acercársele para abrazarla, pero ella le había empezado a golpear y, cuando se había logrado zafar, aún sorprendido y sin dar crédito a lo que sucedía, ella empezó a lanzarle los objetos que iba encontrando a su alcance. A causa de la pelea, que seguía sin explicarse, había llegado tarde a una reunión con un cliente nuevo y lo había perdido. Al llegar a la oficina, su jefe le esperaba con cara de pocos amigos, pero no gastó demasiada saliva: "Despedido". Y, sin más, llamó a seguridad. Tuvo el tiempo justo para recoger sus cosas, bajo la atenta mirada del guardia de seguridad y su secretaria (ex-secretaria entonces), que vigilaban para que no se llevase información confidencial.

Se fue a casa con intención de relajarse y contarle todo a su mujer, pero al llegar la llave no abría. Estaba por llamar al cerrajero, cuando le llegó un mensaje al móvil. "Ven lo antes posible, estoy impaciente", y una dirección en las afueras. Se quedó un momento pensativo, aplicó el oído a la puerta conteniendo el aliento, pero no escuchó nada. Se dio la vuelta y se marchó. Por fin parecía que algo le salía bien ese día. Seguramente era ella, arrepentida por la escenita (no era la primera vez que le montaba una, aunque esta había sido sin duda alguna la más espectacular). Necesitaba echar un polvo para relajarse y contarle lo del trabajo. Bueno, en realidad le daba igual, ya que era más una tapadera que otra cosa. Su verdadero negocio era otro. Por eso, lo más importante era reconciliarse con ella. Ya llamaría a casa para ver que pasaba con la puerta. Aparcó el coche frente a la entrada del hotel, un caserón antiguo muy bonito y bien cuidado, al estilo de los palacetes de finales del siglo pasado. En recepción le dieron la llave y subió a la habitación. Una música suave se colaba por entre las rendijas de la puerta y el olor a jabón de lavanda perfumaba la habitación. No vio las maletas, pues estaban tras la cama, alta y con dosel, y él se había dirigido directamente al cuarto de baño, de donde parecía provenir la música. La nota estaba sobre el lavabo, y la abrió concierto reparo. Dentro, encontró un pendiente y una nota que decía. "No vuelvas nunca".

Zirbêth

domingo, octubre 03, 2004

LIBERACIÓN

Llegó a casa antes de lo normal, porque un profesor había faltado y no le apetecía quedarse en la calle pasando frío para hablar de lo de siempre con los amigos. Las luces estaban apagadas y una rápida inspección bastó para confirmar que estaba sola.

Volvió a la puerta de entrada y echó el pestillo. Se quedó un instante observando la puerta, como si no estuviese segura de algo. Miró alrededor unos segundos, buscando algo. Un momento después estaba empujando la enorme cómoda de la entrada y, tras varios forcejeos, la dejó bloqueando la puerta. Pero no le pareció suficiente, así que empujó también el sofá de tres plazas, un macetero de piedra muy pesado y se dedicó a llenarlo todo de libros, los más gordos, las enciclopedias y los manuales de derecho de su padre. Después, como colofón, sacó todas las figuritas de cerámica de la casa y las colocó por encima de su montaña de estorbos. Y las copas de champaña que la novia de su hermano había traído como regalo de un viaje a Italia. Hizo una pirámide con ellas y las llenó de cocacola.

Miró su obra con complacencia. Luego, se acercó al equipo de música del salón y lo puso a todo volumen, encendió también la tele, las radios despertadores del cuarto de su hermana y de sus padres. Descolgó uno por uno los cuadros de la casa y los metió en la bañera, puso el tapón y abrió en grifo de la caliente. Se fue luego a su propio dormitorio y sacó de la bolsa protectora su vestido de comunión, que su madre guardaba para su hermana pequeña, y lo extendió en la mesa de la cocina. Del baño trajo el neceser de las pinturas e intentó iniciarse en la pintura abstracta y el cubismo al mismo tiempo. Como el resultado no le convenció, antes de dejar que las diferentes texturas se secaran, con un martillo colgó el vestido con la cara pintada contra la pared del pasillo y con ayuda de la fregona hizo una impresión en la misma. Frotó con tanto ímpetu, que acabó arrancando el vestido de donde lo había clavado y siguió extendiendo la pintura al ritmo de la música.

Cuando la canción acabó, dejó caer la fregona y el vestido y se fue a la cocina, sacó del cajón el cuchillo jamonero y se fue a la habitación de su hermana. Buscó en el armario las medias y las fue poniendo en las cabezas de los peluches, una a una. Luego, los fue destripando en el mismo orden con el cuchillo y derramó la laca de uñas del tocador para que pareciese la sangre. Eso sí, sangre rosa, blanco nacarado, azul... Les arrancó los ojos a todas las fotos que encontró por la casa, y los dejó pinchados en un alfiler en el pan de la panera. Del mueble de los zapatos sacó cogió uno de cada par y los metió en la lavadora. Con lejía, por supuesto.

Le entró hambre, así que se preparó un colacao y unas tostadas y se sentó a tomarlo mientras escuchaba como los zapatos daban golpes en el bombo metálico de la lavadora. Cuando terminó, fregó lo que había ensuciado y el resto de los platos que encontró en el fregadero. Luego, como se sentía un poco cansada, se fue a su cuarto, se puso el pijama, unos tapones de las orejas y se echó a leer. Debió quedarse profundamente dormida, porque sólo se despertó cuando la agitaron fuertemente. Pese a los tapones en los oídos, podía escuchar los gritos de su padre, sentir las lágrimas no vertidas aporreando las pupilas de su madre. Veía pasar a su hermana por el pasillo muy agitada, hablando por el móvil y haciendo aspavientos. De un brazo la sacaron de la cama, y al tocar el suelo se le empaparon los calcetines. A rastras la llevaron al salón. Se clavó un cristal en el pie, de alguna de las figurillas o copas que para echar la puerta abajo habían roto, pero no dijo nada. Zarandeándola, la llevaron por la casa, como para enseñarle los destrozos. “Que absurdo”, pensó, “yo ya lo he visto todo”.

Más tarde, en el hospital, mientras le sacaban el cristal del pie y le daban un tranquilizante a su padre, que seguía rojo de ira y tenía la tensión por las nubes, su madre hablaba con el psiquiatra del centro, acompañando con gestos de las manos y los brazos la narración de lo ocurrido. Su padre se unió a ellos y entonces, el enfermero la miró y le preguntó, sonriendo tímidamente:

- Pero, ¿qué ha pasado?

Ella le miro con curiosidad y le devolvió la sonrisa.

- Quiero decir, ¿por qué lo has hecho?
- Eres muy amable. De hecho, eres la primera persona que me lo ha preguntado. Muchas gracias, por eso y por sacarme el cristal, me molestaba mucho.

Y, volviendo a sonreírle, se echó para atrás en la camilla y le pidió:

- ¿Tenéis algo de leer aquí?

Zirbêth


sábado, julio 17, 2004

¿NO HAS TENIDO NUNCA UN DÍA BRUMOSO?

¿No has tenido nunca un día brumoso? ¿Sabes lo que es?
Un día brumoso aparece cuando menos te lo esperas. Puede ser después de una tormenta o de un hastiante día de fuego. Son días mágicos. Días de despertar diáfano, de esos en que te desperezas estirando todos tus miembros hasta que las sábanas y mantas caen por los lados de la cama, que el frío de la mañana no parece afectarte, que el azul del amanecer permanece en la mirada desde antes de que la noche acabe y hasta que la oscuridad vuelve a cubrir todos los ojos.
Son días apacibles, que pasan de puntillas por la vida, sin hacer ruido, sin molestar. Días de colores suaves y miradas dulces. Días que te sonríen y en los que, como llevada en alas de mariposa, sin sentido, sin peso, atraviesas los espacios más fríos, los más cortos, los más oscuros y los que no existen. Y sin ir a ningún sitio, sin importar de donde ni a donde, llegas sin saberlo al destino que, en realidad, no importa. Como no importa si llueve o el sol ha caído pronto tras un manto de nubes vaporosas.

Sonríes tu también esos días. Y puedes estar solo o en medio de una multitud, y flotas entre ellos. La placidez, por una vez, no es un estado que alcances, sino tu misma esencia. Días escasos, días, al fin y al cabo, finitos, en los que la piel se convierte en un fino bosque de álamos y la brisa los hace sonoros por cada recoveco de tu mente. Días de tacto tan suave, de mirada tan clara, de voces susurrantes y acariciantes palabras. Días que solo a veces podemos tener y que llegan sin avisar.

Sé consciente de ellos. Disfrútalos. Ámalos y añóralos. Porque tal vez pase mucho hasta que tus sentidos vuelvan a gozarlos. Cierra los ojos. Podrás sentir aún mejor todo lo que te rodea. Y a ti mismo, en serenidad, en paz, sumergido, flotando, volando.

Días de certezas en que las dudas más crueles se disipan por absurdas. Mira hacia dentro, siéntete sólo a ti mismo y al mundo a través de ti, como parte de ti. Cuando llegue el sueño, aún podrás encontrar en tu piel los restos de la lluvia, la que trajo la tormenta. O de la arena del desierto en que andabas perdido.
 

¿EN QUÉ MOMENTO APARECE EN LA CIVILIZACIÓN EL CONCEPTO DE INMORTALIDAD?

Como un jarro de agua fría, como una bofetada que no se espera, como todas las injusticias de la vida, llegó, de labios del delegado de clase, la fatal noticia. Y, de repente, toda la realidad se me vino encima como la pesada carga que es. 

Una chica, no, dos, a mi lado, no pudieron contener las lagrimas. Creo que una de ellas dijo que era su vecino. La clase entera se quedo en silencio, o al menos, eso me pareció a mi, porque ya no podía escuchar nada que no fuera el certero silencio que su voz sería en adelante.
Las lágrimas acudieron a mis ojos, un frío extraño se apoderó de mi cuerpo, dejé de hablar y, sentada allí, en la misma banca en la que un día antes tomaba nota de sus explicaciones, justo allí, pude una vez más oírle decir, con una sonrisa divertida en sus labios:
-Bueno, habrá que decir alguna cosa en griego, que para eso algunos lo han estudiado, y hay que ser considerados.
Quizás sea una egoísta, pero en mi memoria ha quedado grabada esa frase como si la hubiera dicho sólo para mi. Puedo recordar una y otra vez como se giró, sonrió y dijo esas palabras. Puedo recordar como me reí, y pensé que debería pedirle a alguien que me enseñara algo de griego, que me estaba haciendo falta y, así, dejar de interrumpirle cada vez que decía algo en ese idioma. Aunque me gustaba pensar que le hacía gracia. Ahora ya no podré interrumpirle nunca más para que me repita algo, o para pedirle que por favor escriba en la pizarra esos sonidos extraños que yo no alcanzo a comprender. 
 
Me dio vergüenza llorar, pero algunas lágrimas consiguieron escapar y recorrer libremente mi cara. Cada una de ellas tenía un significado diferente, pero una misma causa para derramarse. Una, por la vida irrecuperable. Otra, por la impotencia, tan alienante, de no poder hacer nada para cambiar lo que ya era un hecho. Las tres o cuatro siguientes, por cada una de las clases que me perdí, y que ya nunca más podría recuperar. La mayoría, porque una parte de mi no podía alcanzar a comprender y aceptar el hecho de jamás volvería a reírme con una de sus clases.
 
Un compañero intento consolarme. O tal vez fuera más de uno. Pero yo no quería el consuelo de nadie. Estaba demasiado preocupada, porque no podía entender como era que alguien a quien apenas conocía, alguien de quien, unos días antes, aún no conocía su nombre, no podía entender, como era que me dejaba, con su desaparición, un vacío tan grande.

Los comentarios entre los compañeros de clase llegaban a mi a retazos, inconexos, sin que supiera decir que había dicho cada cosa. Hasta que alguien dijo:
-¿Os imagináis que le hubiera pasado dieciocho horas antes? Le hubiera pillado en clase.
-¡Ojalá!. Ojalá, porque al menos hubiera podido hacer algo, aunque sólo hubiera sido llamar al ambulancia. 
 
La impotencia dieron como resultado una furia tal que, esa tarde, en una tetería de la calderería, le brinde la muerte de un adversario y, como un torero, miré al palco en el que esperaba encontrarle, allá en el cielo de los historiadores y, llena de amargura,  sonreí con la mejor mueca que pude conseguir mientras asestaba el golpe final a mi imaginada víctima. Borracha de rabia, intente olvidar que no le conocía más que por las horas que esos últimos días de su vida dedicó a aumentar los conocimientos de quienes asistimos a sus clases. Que no sabía si estaba casado, si tenía hijos, ni su edad. Lo único que sabía de él era que, en cada palabra que pronunciaba en clase, ponía una parte de si mismo, que disfrutaba plenamente de su profesión, que amaba profundamente la historia, que me hacía reír y que se reía él cuando, como ya he dicho, le pedía, una y otra vez, que repitiera algún término en griego. O en latín.

Ahora ya se que si, que estaba casado, que tenía dos hijos, que tenía treinta y ocho años, que sus padres le han sobrevivido y que, me guste o no, su muerte es un hecho, y que ni la pena de quienes compartían con él sus vidas, de quienes le conocían mejor que yo porque trabajaban con él, ni toda la rabia que yo pueda sentir (y conmigo mucha gente), podrán cambiarlo. Por las cinco esquelas que al día siguiente aparecieron en el periódico local, pude saber que el vacío que deja es mucho mayor de lo que jamás pude imaginar. Y un compañero de clase me contó que creía recordar que él mismo dijo, en la primera clase, la de presentación, que sabía que no le quedaba mucho de vida, pero que por corto que fuera ese tiempo, lo pasaría haciendo precisamente lo que le gustaba. Enseñar historia medieval. 
 
A las pocas horas de que la noticia corriera por los pasillos de Filosofía y Letras, ya casi nadie hablaba de ello. Sonreían y hablaban tranquilamente. Sólo en la cara de algunos profesores, en el caminar cansino de sus compañeros de departamento, en la muda tristeza de quienes trabajaban con él en los mismos cursos (recuerdo especialmente la expresión, de incontenible tristeza, de Dña. Amalia Marín, y el pesaroso silencio en los ojos de D. Félix García Mora, con quien tuve clase justo antes de saberlo), se dejaba sentir su desaparición.

Unos días antes, arreglando el mundo con unos compañeros de clase, nos hicimos mutuamente la pregunta de, en caso de holocausto nuclear, que lamentaríamos más, la desaparición del hombre o la de los milenios de evolución cultural de la civilización. Contesté que la de los milenios de cultura.

Y aunque se que en el fondo es una estupidez y que, muerto el hombre, la cultura importa un comino (por lo infértil), la muerte de mi profesor de Historia Medieval Universal no era para mi sólo la pérdida de la persona, sino de toda una vida de  pensamientos y conocimientos que desaparecía para siempre y que ya nunca podría escuchar directamente de sus labios, y que esos mismos labios no producirían nunca más una frase espontanea y mágica que hicieran removerse en mi interior las ganas, tal vez dormidas, de aprender mil cosas más sobre el devenir del hombre.
 
Pues bien, mirando a mi alrededor pude ver que la vida continuaba, que cada una de las personas con las que me cruzaba estaba ya enzarzada con su quehacer de cada día, y una parte de mi se estremeció, porque aunque pueda entenderlo, nunca aceptaré que la vida, aún cuando se ha acabado de verdad, pase así, tan deprisa y silenciosa, y que los que estamos vivos podamos hacer como que no pasa nada, ignorarlo y, haciendo de tripas corazón, seguir viviendo, en apariencia, como si nada hubiera ocurrido.
 
Con la modestia que algo así requiere, esta carta es mi humilde homenaje a quien, en tan poco tiempo, tanto aportó a mi vida, y con su valiente e incomparable postura ante la vida, ya desde la tumba, me sigue animando a mantenerme donde creo que debo estar, porque hacer lo que nos gusta es lo que da sentido a la vida, y sino, la vida no merece la pena ser vivida.

Porque no es verdadera vida.
 
 
 
      En sincero homenaje a Don Tomás Quesada Quesada.

martes, julio 13, 2004

INTENSAMENTE ENFERMA

Estoy enferma.

No es una enfermedad muy grave, pero no por eso es menos una enfermedad.

Normalmente, nadie nota nada. Ni siquiera yo.

Normalmente.

Pero, a veces, yo lo noto. Lo reconozco entre las propias sombras y luces de la enfermedad. Entonces, todo el mundo lo nota. Eso es lo que creo. ¿Es que yo lo note, o que lo noten los demás, lo que me hace enfermar?

No lo sé. Yo sólo sé que estoy enferma.

Mi mente no funciona bien. Las emociones se descontrolan, o lo hacen los pensamientos, y entonces todo empieza a ir de mal en peor. En realidad, no sé qué es lo que hace descontrolar a qué, si los pensamientos a las emociones, o las emociones a los pensamientos.

Todo pasa demasiado deprisa.

Es como si, yendo de viaje en un tren, de repente éste se parase en seco, y luego, sin mediar aceleración alguna, estuviésemos todos (yo, mis pensamientos, mis emociones, todos) viajando a tal velocidad que la piel de la cara, la carne de todo el cuerpo, no pudiese seguir a los huesos. Como en esas imágenes de pruebas a los pilotos de cohetes espaciales.

Muy desagradable.

La velocidad, o mejor dicho, la anormalidad de la velocidad, hace que me olvide de todo. De las cosas que digo, de las que suceden a mi alrededor, de las que me dicen. Y me olvido de lo más importante: de que estoy enferma.

Porque sé que estoy enferma. Y sé que hacer para evitar esos saltos y sacudidas de mi tren. O al menos, para paliarlos.

Pero cuando el tren se para en seco, ya no recuerdo nada. Sólo sentir miedo.

Cuando el miedo llega, sólo queda la esperanza de que el tren acabe volviendo a su velocidad habitual antes de que haga algo irremediable.

Es verdad, también recuerdo que el tren, tarde o temprano, vuelve a su traqueteo habitual. Pero, mientras tanto, la carne de mis pensamientos y emociones se vuelve confusamente nítida. O nítidamente confusa, no estoy segura.

Porque, pese a todo lo malo, como suele ocurrir siempre en estos casos, sólo cuando me hallo sumida en la enfermedad, me siento verdaderamente yo, de manera convencida.

Digamos que, solamente en la crisis de la enfermedad, soy intensamente yo.

Me recuerda a cuando, de pequeña, como parte de mi examen oftalmológico, el oculista me ponía unas gotas que dilataban las pupilas de tal modo, que parecía que todo alrededor se hacía enorme y muy brillante, y que más que ver los objetos y a las personas, estas entraban en mis ojos sin que pudiese evitarlo. Aterrador cuando sólo tienes nueve años. Pero fascinante a la vez.

En la crisis de la enfermedad, siento intensamente, pienso intensamente, percibo intensamente. Amo intensamente. Me desespero intensamente.

La intensidad es una droga. Y, como toda droga, quebranta el cuerpo. Y la mente.

Sobre todo, la mente.

Afortunadamente, la crisis termina. ¿Afortunadamente?

Cuando la tempestad de la velocidad pasa, sólo queda una sensación de vacío bastante incómoda. La calma trae consigo una cierta comprensión, triste e impotente.

La calma trae consigo el recuerdo.

Recuerdo, agotada, que estoy enferma. Recuerdo, amargamente, los errores cometidos. Recuerdo, con hastío, que podría haberlos evitado. Si tan solo no hubiese olvidado que estoy enferma…

Recuerdo, también, la intensidad. La recuerdo, a veces, con alivio. Otras, con nostalgia.

¿Cómo no sentir nostalgia de un amor tan intenso? ¿Cómo no sentir alivio al dejar atrás tristeza tan intensa?

Recuerdo que, tarde o temprano, volveré a olvidar que estoy enferma. Y que, tarde o temprano, el tren volverá a parar en seco. Y, entonces, a lo mejor, vuelvo a amar intensamente, a sufrir intensamente.

A escribir un cuento intenso.

miércoles, julio 07, 2004

ÉOWYN ZIRBÊTH

Cuando me decidí a entrar en la Sociedad Tolkien, di por supuesto que el pseudónimo Éowyn estaría más que cogido. No sabía por entonces que no hay (al menos ahora) problema en que dos personas tomen el mismo nombre si se trata de aquellos que han sido creados por el profesor. Otra cosa es si te creas tu propio pseudónimo echando mano de tus conocimientos (o la ayuda de alguien en esos conocimientos) y buscando un significado especial para ti.

Así que, dado que pensaba que seguro que ya habría alguien con ese nombre, pedí ayuda a alguien para hacerme mi pseudónimo. Y tenía, además, otro motivo, y es que al principio quería ser una elfa. O, mejor dicho, no tenía muy claro a que raza quería pertenecer. Así que, en principio, con ayuda de otro socio, me llamé Lorinde, que significa soñadora. Pero, al poco, me enteré de que, en efecto, había habido una Éowyn, pero que ya no estaba en la Sociedad, así que me puse en contacto con Baya de Oro y le pedí ser la Éowyn de la Sociedad Tolkien Española.

Justo en esa misma fecha, otra chica pidió llamarse Éowyn y, tras ciertas conversaciones en la lista soctolkien, yo decidí llamarme Éowyn Lorinde y ella se buscó otro nombre, élfico creo.

Más adelante y ya sumergida de lleno en el smial de Númenor, tuve tiempo de reflexionar y llegué a la conclusión de que soy humana, y no elfa como pensaba en un principio. Y no sólo humana, sino numenoreana. Así que Nimirûkhôr me regaló mi segundo nombre, Zirbêth.

Pero, ¿por qué Éowyn Zirbêth? Me parece que tenía 15 años a primera vez que me leí El Señor de los Anillos. Fue un muy mal momento para leerlo, pues había tenido una discusión muy gorda en casa, a consecuencia de la cual estuve castigada una buena temporada. Así que, rabiosa y muy alterada, me encerré en mi habitación y me pasé leyendo toda esa tarde y toda la noche siguiente, pero en un estado que, la verdad, lo mismo me hubiese dado leerme la guía de teléfonos.

Sin embargo, es imposible permanecer imperturbable ante ciertos pasajes ni siquiera cuando estás en tal estado de nervios. Así que, pese a todo, en mi memoria quedaron retenidos ciertos pasajes y nombres: Gandalf y su caída con el Balrog, Ellalaraña y la lucha desesperada de Frodo y Sam, Bárbol y los ents, y Éowyn. La hermosa y valiente Éowyn, enamorada de Aragorn, rechazada y dejada atrás por el simple hecho de ser mujer. Éowyn luchando contra su destino y matando al Rey Brujo. Éowyn, que casi muere en el campo de batalla pero se recupera para encontrar la felicidad más allá de la pérdida y el amor más allá de la esperanza.

Es el personaje menos desarrollado de todos salvo, quizás, Arwen. Y, sin embargo, es tan fuerte, indomable y hermosa. Supongo que ella es todo lo que siempre he querido ser y, a la vez, lo que preferiría no ser. Pues, como Éowyn, siempre pongo mis ojos en aquél que no puede amarme y sigo el camino más solitario, aunque en realidad no quiera estar sola.

Eso es. Éowyn es quien más sola está de todos los personajes. Pero siempre sigue su camino y jamás se rinde.
Zirbêth es mi nombre numenoreano, un hermoso regalo que siempre atesoraré y que dice algo de mí que no dice Éowyn. Significa “la que ama la Historia”, “la que ama los cuentos” o “la que amas las historias de amor”. Cómo tantas otras cosas en mí, expresa un anhelo más que una realidad. Me gusta la Historia, me gustaría algún día dedicarme a estudiarla de modo profesional. Pero me gusta más contar cuentos, que me los cuenten, leerlos, escribirlos. Quien me regaló ese nombre sabía eso de mí.