martes, julio 13, 2004

INTENSAMENTE ENFERMA

Estoy enferma.

No es una enfermedad muy grave, pero no por eso es menos una enfermedad.

Normalmente, nadie nota nada. Ni siquiera yo.

Normalmente.

Pero, a veces, yo lo noto. Lo reconozco entre las propias sombras y luces de la enfermedad. Entonces, todo el mundo lo nota. Eso es lo que creo. ¿Es que yo lo note, o que lo noten los demás, lo que me hace enfermar?

No lo sé. Yo sólo sé que estoy enferma.

Mi mente no funciona bien. Las emociones se descontrolan, o lo hacen los pensamientos, y entonces todo empieza a ir de mal en peor. En realidad, no sé qué es lo que hace descontrolar a qué, si los pensamientos a las emociones, o las emociones a los pensamientos.

Todo pasa demasiado deprisa.

Es como si, yendo de viaje en un tren, de repente éste se parase en seco, y luego, sin mediar aceleración alguna, estuviésemos todos (yo, mis pensamientos, mis emociones, todos) viajando a tal velocidad que la piel de la cara, la carne de todo el cuerpo, no pudiese seguir a los huesos. Como en esas imágenes de pruebas a los pilotos de cohetes espaciales.

Muy desagradable.

La velocidad, o mejor dicho, la anormalidad de la velocidad, hace que me olvide de todo. De las cosas que digo, de las que suceden a mi alrededor, de las que me dicen. Y me olvido de lo más importante: de que estoy enferma.

Porque sé que estoy enferma. Y sé que hacer para evitar esos saltos y sacudidas de mi tren. O al menos, para paliarlos.

Pero cuando el tren se para en seco, ya no recuerdo nada. Sólo sentir miedo.

Cuando el miedo llega, sólo queda la esperanza de que el tren acabe volviendo a su velocidad habitual antes de que haga algo irremediable.

Es verdad, también recuerdo que el tren, tarde o temprano, vuelve a su traqueteo habitual. Pero, mientras tanto, la carne de mis pensamientos y emociones se vuelve confusamente nítida. O nítidamente confusa, no estoy segura.

Porque, pese a todo lo malo, como suele ocurrir siempre en estos casos, sólo cuando me hallo sumida en la enfermedad, me siento verdaderamente yo, de manera convencida.

Digamos que, solamente en la crisis de la enfermedad, soy intensamente yo.

Me recuerda a cuando, de pequeña, como parte de mi examen oftalmológico, el oculista me ponía unas gotas que dilataban las pupilas de tal modo, que parecía que todo alrededor se hacía enorme y muy brillante, y que más que ver los objetos y a las personas, estas entraban en mis ojos sin que pudiese evitarlo. Aterrador cuando sólo tienes nueve años. Pero fascinante a la vez.

En la crisis de la enfermedad, siento intensamente, pienso intensamente, percibo intensamente. Amo intensamente. Me desespero intensamente.

La intensidad es una droga. Y, como toda droga, quebranta el cuerpo. Y la mente.

Sobre todo, la mente.

Afortunadamente, la crisis termina. ¿Afortunadamente?

Cuando la tempestad de la velocidad pasa, sólo queda una sensación de vacío bastante incómoda. La calma trae consigo una cierta comprensión, triste e impotente.

La calma trae consigo el recuerdo.

Recuerdo, agotada, que estoy enferma. Recuerdo, amargamente, los errores cometidos. Recuerdo, con hastío, que podría haberlos evitado. Si tan solo no hubiese olvidado que estoy enferma…

Recuerdo, también, la intensidad. La recuerdo, a veces, con alivio. Otras, con nostalgia.

¿Cómo no sentir nostalgia de un amor tan intenso? ¿Cómo no sentir alivio al dejar atrás tristeza tan intensa?

Recuerdo que, tarde o temprano, volveré a olvidar que estoy enferma. Y que, tarde o temprano, el tren volverá a parar en seco. Y, entonces, a lo mejor, vuelvo a amar intensamente, a sufrir intensamente.

A escribir un cuento intenso.