sábado, julio 17, 2004

¿NO HAS TENIDO NUNCA UN DÍA BRUMOSO?

¿No has tenido nunca un día brumoso? ¿Sabes lo que es?
Un día brumoso aparece cuando menos te lo esperas. Puede ser después de una tormenta o de un hastiante día de fuego. Son días mágicos. Días de despertar diáfano, de esos en que te desperezas estirando todos tus miembros hasta que las sábanas y mantas caen por los lados de la cama, que el frío de la mañana no parece afectarte, que el azul del amanecer permanece en la mirada desde antes de que la noche acabe y hasta que la oscuridad vuelve a cubrir todos los ojos.
Son días apacibles, que pasan de puntillas por la vida, sin hacer ruido, sin molestar. Días de colores suaves y miradas dulces. Días que te sonríen y en los que, como llevada en alas de mariposa, sin sentido, sin peso, atraviesas los espacios más fríos, los más cortos, los más oscuros y los que no existen. Y sin ir a ningún sitio, sin importar de donde ni a donde, llegas sin saberlo al destino que, en realidad, no importa. Como no importa si llueve o el sol ha caído pronto tras un manto de nubes vaporosas.

Sonríes tu también esos días. Y puedes estar solo o en medio de una multitud, y flotas entre ellos. La placidez, por una vez, no es un estado que alcances, sino tu misma esencia. Días escasos, días, al fin y al cabo, finitos, en los que la piel se convierte en un fino bosque de álamos y la brisa los hace sonoros por cada recoveco de tu mente. Días de tacto tan suave, de mirada tan clara, de voces susurrantes y acariciantes palabras. Días que solo a veces podemos tener y que llegan sin avisar.

Sé consciente de ellos. Disfrútalos. Ámalos y añóralos. Porque tal vez pase mucho hasta que tus sentidos vuelvan a gozarlos. Cierra los ojos. Podrás sentir aún mejor todo lo que te rodea. Y a ti mismo, en serenidad, en paz, sumergido, flotando, volando.

Días de certezas en que las dudas más crueles se disipan por absurdas. Mira hacia dentro, siéntete sólo a ti mismo y al mundo a través de ti, como parte de ti. Cuando llegue el sueño, aún podrás encontrar en tu piel los restos de la lluvia, la que trajo la tormenta. O de la arena del desierto en que andabas perdido.