sábado, julio 17, 2004

¿EN QUÉ MOMENTO APARECE EN LA CIVILIZACIÓN EL CONCEPTO DE INMORTALIDAD?

Como un jarro de agua fría, como una bofetada que no se espera, como todas las injusticias de la vida, llegó, de labios del delegado de clase, la fatal noticia. Y, de repente, toda la realidad se me vino encima como la pesada carga que es. 

Una chica, no, dos, a mi lado, no pudieron contener las lagrimas. Creo que una de ellas dijo que era su vecino. La clase entera se quedo en silencio, o al menos, eso me pareció a mi, porque ya no podía escuchar nada que no fuera el certero silencio que su voz sería en adelante.
Las lágrimas acudieron a mis ojos, un frío extraño se apoderó de mi cuerpo, dejé de hablar y, sentada allí, en la misma banca en la que un día antes tomaba nota de sus explicaciones, justo allí, pude una vez más oírle decir, con una sonrisa divertida en sus labios:
-Bueno, habrá que decir alguna cosa en griego, que para eso algunos lo han estudiado, y hay que ser considerados.
Quizás sea una egoísta, pero en mi memoria ha quedado grabada esa frase como si la hubiera dicho sólo para mi. Puedo recordar una y otra vez como se giró, sonrió y dijo esas palabras. Puedo recordar como me reí, y pensé que debería pedirle a alguien que me enseñara algo de griego, que me estaba haciendo falta y, así, dejar de interrumpirle cada vez que decía algo en ese idioma. Aunque me gustaba pensar que le hacía gracia. Ahora ya no podré interrumpirle nunca más para que me repita algo, o para pedirle que por favor escriba en la pizarra esos sonidos extraños que yo no alcanzo a comprender. 
 
Me dio vergüenza llorar, pero algunas lágrimas consiguieron escapar y recorrer libremente mi cara. Cada una de ellas tenía un significado diferente, pero una misma causa para derramarse. Una, por la vida irrecuperable. Otra, por la impotencia, tan alienante, de no poder hacer nada para cambiar lo que ya era un hecho. Las tres o cuatro siguientes, por cada una de las clases que me perdí, y que ya nunca más podría recuperar. La mayoría, porque una parte de mi no podía alcanzar a comprender y aceptar el hecho de jamás volvería a reírme con una de sus clases.
 
Un compañero intento consolarme. O tal vez fuera más de uno. Pero yo no quería el consuelo de nadie. Estaba demasiado preocupada, porque no podía entender como era que alguien a quien apenas conocía, alguien de quien, unos días antes, aún no conocía su nombre, no podía entender, como era que me dejaba, con su desaparición, un vacío tan grande.

Los comentarios entre los compañeros de clase llegaban a mi a retazos, inconexos, sin que supiera decir que había dicho cada cosa. Hasta que alguien dijo:
-¿Os imagináis que le hubiera pasado dieciocho horas antes? Le hubiera pillado en clase.
-¡Ojalá!. Ojalá, porque al menos hubiera podido hacer algo, aunque sólo hubiera sido llamar al ambulancia. 
 
La impotencia dieron como resultado una furia tal que, esa tarde, en una tetería de la calderería, le brinde la muerte de un adversario y, como un torero, miré al palco en el que esperaba encontrarle, allá en el cielo de los historiadores y, llena de amargura,  sonreí con la mejor mueca que pude conseguir mientras asestaba el golpe final a mi imaginada víctima. Borracha de rabia, intente olvidar que no le conocía más que por las horas que esos últimos días de su vida dedicó a aumentar los conocimientos de quienes asistimos a sus clases. Que no sabía si estaba casado, si tenía hijos, ni su edad. Lo único que sabía de él era que, en cada palabra que pronunciaba en clase, ponía una parte de si mismo, que disfrutaba plenamente de su profesión, que amaba profundamente la historia, que me hacía reír y que se reía él cuando, como ya he dicho, le pedía, una y otra vez, que repitiera algún término en griego. O en latín.

Ahora ya se que si, que estaba casado, que tenía dos hijos, que tenía treinta y ocho años, que sus padres le han sobrevivido y que, me guste o no, su muerte es un hecho, y que ni la pena de quienes compartían con él sus vidas, de quienes le conocían mejor que yo porque trabajaban con él, ni toda la rabia que yo pueda sentir (y conmigo mucha gente), podrán cambiarlo. Por las cinco esquelas que al día siguiente aparecieron en el periódico local, pude saber que el vacío que deja es mucho mayor de lo que jamás pude imaginar. Y un compañero de clase me contó que creía recordar que él mismo dijo, en la primera clase, la de presentación, que sabía que no le quedaba mucho de vida, pero que por corto que fuera ese tiempo, lo pasaría haciendo precisamente lo que le gustaba. Enseñar historia medieval. 
 
A las pocas horas de que la noticia corriera por los pasillos de Filosofía y Letras, ya casi nadie hablaba de ello. Sonreían y hablaban tranquilamente. Sólo en la cara de algunos profesores, en el caminar cansino de sus compañeros de departamento, en la muda tristeza de quienes trabajaban con él en los mismos cursos (recuerdo especialmente la expresión, de incontenible tristeza, de Dña. Amalia Marín, y el pesaroso silencio en los ojos de D. Félix García Mora, con quien tuve clase justo antes de saberlo), se dejaba sentir su desaparición.

Unos días antes, arreglando el mundo con unos compañeros de clase, nos hicimos mutuamente la pregunta de, en caso de holocausto nuclear, que lamentaríamos más, la desaparición del hombre o la de los milenios de evolución cultural de la civilización. Contesté que la de los milenios de cultura.

Y aunque se que en el fondo es una estupidez y que, muerto el hombre, la cultura importa un comino (por lo infértil), la muerte de mi profesor de Historia Medieval Universal no era para mi sólo la pérdida de la persona, sino de toda una vida de  pensamientos y conocimientos que desaparecía para siempre y que ya nunca podría escuchar directamente de sus labios, y que esos mismos labios no producirían nunca más una frase espontanea y mágica que hicieran removerse en mi interior las ganas, tal vez dormidas, de aprender mil cosas más sobre el devenir del hombre.
 
Pues bien, mirando a mi alrededor pude ver que la vida continuaba, que cada una de las personas con las que me cruzaba estaba ya enzarzada con su quehacer de cada día, y una parte de mi se estremeció, porque aunque pueda entenderlo, nunca aceptaré que la vida, aún cuando se ha acabado de verdad, pase así, tan deprisa y silenciosa, y que los que estamos vivos podamos hacer como que no pasa nada, ignorarlo y, haciendo de tripas corazón, seguir viviendo, en apariencia, como si nada hubiera ocurrido.
 
Con la modestia que algo así requiere, esta carta es mi humilde homenaje a quien, en tan poco tiempo, tanto aportó a mi vida, y con su valiente e incomparable postura ante la vida, ya desde la tumba, me sigue animando a mantenerme donde creo que debo estar, porque hacer lo que nos gusta es lo que da sentido a la vida, y sino, la vida no merece la pena ser vivida.

Porque no es verdadera vida.
 
 
 
      En sincero homenaje a Don Tomás Quesada Quesada.