sábado, noviembre 06, 2004

EL ESPEJO DE NIMRODEL

Ya no podía ignorar por más tiempo la llamada del mar. La sensación de necesidad se había convertido en urgencia, y una inquietud le asaltaba el corazón cada vez que la tormenta provocaba el estallido de las olas contra los muros del puerto. Su espíritu se alzaba al ritmo de las olas y cada choque contra la piedra le causaba un dolor lacerante. Porque sabía que su tiempo en Edhellond había llegado a su fin y que su anhelo le acompañaría en su viaje al Oeste. La noche le traía el eco de una llamada.

Todos sabían del amor que Amroth había profesado a la hermosa Nimrodel. Las leyendas y canciones, los cuentos y poesías sobre su desdichado amor le habían acompañado toda su vida, como el sordo eco de su propio dolor. En el tiempo en que todavía ella cantaba junto a las aguas del Nimrodel, él fue testigo y compañero desconocido del gran príncipe. Ambos escuchaban extasiados el canto de la dama, cuya voz se mezclaba con la del río en la cascada, en melodías dulces y melancólicas unas veces, alegres y esperanzadoras otras. Él estuvo allí cuando ella le dio su nombre al río, pues tan profundo llegó a ser el lazo entre ambas voces, que río y dama eran uno, tanto que cuando el rey Amdír pereció en la batalla y Amroth tomó la corona, el nuevo rey mandó apostar guardias desde el nacimiento del río hasta su desembocadura, para que ninguna criatura maligna mancillase sus aguas. Tal era su amor hacia ella, que se construyó, como es sabido, su morada en las copas de los árboles para estar siempre cerca de su canto, que se elevaba desde las aguas como un aroma de mil flores.

Él, sin embargo, permaneció al pie de los árboles, siempre escondido y siempre escuchando, incluso cuando la quietud sustituía los cantos, y Nimrodel caminaba silenciosa y descalza, sus pies acariciando las aguas y la hierba, su corazón siempre donde su pensamiento le decía que no debía estar. La veía levantar la mirada hacia las copas y murmurar el nombre del rey. Pues, aunque se resistía con todas sus fuerzas, el amor por Amroth había germinado y florecido en su pecho, y hacía mucho tiempo que su canto le buscaba como los ojos del sabio rey a ella.

Más, al final, ni siquiera los arqueros de Lorien consiguieron mantener a los enanos y a los orcos lejos de las aguas de Nimrodel, y ésta huyó hacia el sur asustada, siguiendo el curso del río. Fue él quien alertó a Amroth de esta huída, y vio marchar tras la dama al rey. Y fue tras ellos, pues de algún modo, aunque sabía de su mutua pasión y de su propia desesperanza, el amor que sentía hacia la dama hacía mucho tiempo que se conformaba con su simple cercanía. ¿Cómo no alegrarse, entonces, cuando por fin en el encuentro ambos se confesaron su amor y se comprometieron? Aunque sus ojos vertieran lágrimas en aquellos momentos, aunque se supiese condenado desde entonces a la soledad, ¿cómo evitar sentirse feliz por ella, por ambos?

Se alejó de ellos y se retiro a sus estancias secretas junto al río. Las lágrimas le recorrían las mejillas, pero no había música que acompañase este curso por la piel. Permaneció varios días allí, escondido del mundo y sólo, hasta que la voz de Nimrodel le sacó de su ensimismamiento y salió de su escondite en las raíces de un frondoso y anciano árbol. Ella cantaba con una voz más armoniosa aun si cabía. Y danzaba solitaria junto a las aguas. Lamentó entonces que las aguas junto a la cascada fuesen tan vivas, pues ella no podía contemplar su propia belleza, su sonrisa radiante y el brillo del amor en el fondo de sus ojos.

Y fue así como decidió poner todo su amor en una obra, un regalo, para las nupcias de aquellos dos corazones inmortales. Aquella misma noche rogó a las estrellas que iluminaran su camino hasta encontrar él árbol preciso y con el talló el marco. Luego, aplicó todo el saber aprendido de los suyos y capturó en una suave superficie la belleza de las aguas, creando así el remanso que la cascada jamás permitía. Estuvo entregado a su obra durante semanas, y en cada pequeño esfuerzo puso gotas de su amor hacia Nimrodel, para que la pena no tuviera cabida ni el egoísmo hallara fértil terreno en el que crecer. Hasta la última esperanza de su amor la depositó en la obra de sus manos y, cuando la hubo finalizado, la cargó para llevársela a ambos enamorados.

Pero cuando alcanzó Cerin Amroth halló que se habían marchado, y supo de la decisión del rey de partir hacia el Oeste con su amada, quien le había pedido que la llevara donde la Sombra no les alcanzara. Entonces, cargó a su espalda el preciado presente y marchó al encuentro de la comitiva, aunque una inquietud sin nombre le oscurecía el corazón. Trataron de disuadirle, pues se sabía que tras la Dagorlad compañías de orcos vagaban por las montañas y valles hacia el sur y que todo el camino entre Lorien y Gondor era acechado por Hombres hostiles. Pero ninguna razón ni consejo le disuadió, y partió solo en busca de los amantes.

Muchas noches conocieron sus pies y no pocos sinsabores, pero al fin llegó a la bahía de Belfalas; y allí supo de la desaparición de Nimrodel y que el rey la esperaba pese a la cercanía del invierno, sin perder la esperanza, siempre mirando hacía las montañas, con el oído alerta por si la voz de su amada llegaba entre las nubes que, cada vez más espesas, obstruían su impaciente mirada. Así que, sin tiempo para el descanso, dejó atrás al rey y volvió a los caminos en busca de Nimrodel, pues temió como todos por su vida, pero él no supo ser paciente y esperar. Muchas lunas anduvo buscando por los innumerables caminos que recorrían el trayecto de Lorien a la bahía donde se hallaba el puerto élfico, pero sin hallarla. Y durante todo el trayecto, llevaba el trabajo de sus manos y su amor cargado a la espalda. Cuando llegó a Lorien, nadie le pudo dar noticias de la dama Nimrodel, así que volvió a emprender el regreso al puerto donde quedase Amroth, aunque trató esta vez de seguir el río todo el tiempo posible, en la esperanza de encontrar de nuevo las voces unidas.

Cuando por fin alcanzó su destino, la tragedia de Amroth lo esperaba. Supo así de la tormenta que se llevó las naves de hombres y elfos del puerto, del grito desesperado del rey y de su salto a las aguas. Pero de Nimrodel no tuvo noticia alguna.

Enfermó entonces, y los habitantes del puerto le acogieron y le llevaron a una casa frente a la torre del carpintero de barcos, donde le dieron cama, comida y todo tipo de cuidados. Y al descubrir el tesoro que portara a la espalda, pensando que debía ser de mucha importancia para él, lo colgaron sobre su cama y frente a la ventana, para que así multiplicase la luz en la habitación y le ayudase a sanar. Sin embargo, él permaneció mucho tiempo en silencio, como enajenado, y se dejaba cuidar como si de un niño se tratase. Tanto tiempo pasó postrado en cama, que cuando por fin recuperó la salud no supo donde se encontraba. Desorientado se levantó y salió a la calle, y allí la mujer que solía cuidarle le encontró y le ayudó a recordar. Sentados frente al puerto en aquella mañana soleada, fue recordando poco a poco todo su devenir en busca de Nimrodel y supo entonces que nadie la había vuelto a ver. Tras un largo silencio, le preguntó por la carga que llevara, y ella le condujo de nuevo a sus estancias. Y allí, en la obra de sus manos que con tanto amor creara, descubrió que el tiempo había obrado una maravilla. Pues en lo más alto de superficie lisa que el labrara había ahora una imagen. La misma imagen que se podía observar desde la ventana de la que era ya su morada: el puerto de Edhellond, la torre del carpintero de barcos y en el cielo, un gran cisne deslizándose en el aire y sobre las aguas.

La luz del amanecer le sorprendió en estas meditaciones y con un suspiro volvió al presente. Muchos años habían pasado ya desde que sanara, y durante todo este tiempo habitó en el puerto élfico, desde el que cada primavera había visto partir a más y más de los suyos. Ahora ya sólo unos pocos quedaban y pronto otro barco zarparía. La primavera estaba cerca y se ultimaban los detalles finales de otra de las embarcaciones de los elfos. En esa nave, también el partiría más allá de Ekkaia, el Mar Exterior, hasta las Tierras Imperecederas. Sin embargo, aún quería realizar un postrero viaje. Del armario sacó sus viajas ropas de caminante y tomó de la pared la pieza que con tanto amor confeccionase tantos años atrás. La envolvió cuidadosamente y la cargo en su espalda. No había nadie despierto aún cuando abandonó la hermosa ciudad junto al mar y se internó en los valles. Los días transcurrieron fríos pero hermosos, ninguna lluvia ni criatura perturbó su caminar y así, finalmente, llegó hasta él la música de la cascada y el rumor del agua, y sintió su corazón latir con fuerza, pues le parecía escuchar las notas que antaño brotasen de su amada y de las aguas como si fuesen una sola fuerza. Hundió las manos y el rostro en las aguas y dejó que sus lágrimas se mezclaran con la corriente del río. Tras descansar un rato, se dirigió al árbol donde de hallaba su escondite y lo encontró cubierto por las hojas caídas y el musgo, pero por lo demás intacto. Lo limpió y colocó unas ramas muertas a modo de tejado, para proteger la pequeña estancia de la lluvia y colocó en él aquel regalo nunca entregado, aquella prenda de su corazón y de sus manos, y allí la dejó. Al alejarse se sintió liviano y por primera vez en mucho tiempo sonrió. Un barco le esperaba, pues también para él había llegado el momento de decir adiós a la Tierra Media.

Éowyn Zirbêth