miércoles, junio 09, 2004

UN PASEO POR LA PLAYA

Llevaba varios días sin poder salir a caminar por la playa, tantos como había durado el temporal. Pero esa mañana, aunque había estado lloviendo desde antes del amanecer, a eso de las once por fin había escampado y las nubes, de un profundo azul grisáceo, comenzaron a dejar que cierta triste claridad penetrara por entre sus espesas capas. El mar se había ido calmando y para el amanecer ya las olas eran suaves, de levante, pero de mecer sosegado. Rompían todavía con resquicio de la furia del temporal, pero la espuma era blanca, y no gris por la arena levantada.

¡Qué tranquila estaba la playa! La tempestad de los últimos días había dejado la arena limpia pero, a la vez, llena de restos de algas, de erizos, de conchas y de otras cosas que el mar, furioso, debía haber arrebatado a la tierra y, quizá, a algún barco. La arena se veía más oscura que de costumbre. No era la típica arenilla fina de las playas que aparecen en la publicidad de las agencias de viaje, blanca y brillante y homogénea. Era gris, a trozos más clara y a trozos menos, con piedras grandes y erosionadas que de niño usaba para delimitar, como en un dibujo de un plano, la borda de un barco pirata, o los asientos y el volante de un enorme camión. Siempre le había gustado aquella arena, y mucho más desde que, un verano, fue a pasar unos días a casa de unos primos que vivían en Tarifa. Varias semanas después de volver, aún podía encontrar aquella arenilla en los lugares más insospechados: en las sábanas de su cama, en sus orejas e incluso en zapatos que no se había llevado al viaje. Se metía por todas partes, incluso en la comida. Que desagradable le había resultado aquello de ir a masticar y notar el crujido primero y el regusto amargo después donde sólo esperaba encontrar tortilla de patatas. Así que al volver, se tiró de cabeza al mar, sin importarle las olas, y disfrutó revolcándose en el rompeolas, con la tranquilidad y la satisfacción que le producía el saber que para sacarse la arena del forro del bañador, sólo tendría que sacudirlo un momento sin salirse del agua.

El gris lo cubría todo esa mañana. Iba caminando lentamente, lanzando al mar los erizos que iba encontrando a su paso. De vez en cuando encontraba alguna cristalina especialmente bonita o grande y se la metía en un bolsillo. Junto a los escalones de la puerta principal de la casa había una enorme botella de vidrio verde, que debió de estar llena de buen vino no mucho tiempo atrás, y que ahora iban llenando, entre todos, de caracolas y esos pequeños trozos de cristal pulido por el mar que asemejaban ser las joyas de un tesoro.

Parado en la orilla, el mar le cubría a cada poco los pies y a cada nuevo abrazo de las olas se le iban hundiendo más y más en la arena hasta desaparecer bajo esta. Una sonrisa acudió a sus labios al recordar como, de pequeño, cuando su madre le instaba a salir del agua, aprovechaba que ella no sabía nadar y le gritaba desde la orilla que no podía salir porque el mar le había comido los pies. Gritaba y gesticulaba señalándose los tobillos y, muy serio, le decía a su madre que lo mejor para todos era que se quedara a vivir en el mar, porque era mejor nadar que vivir humillado teniendo que arrastrarse para poder ir de un sitio a otro. Al final, claro estaba, siempre salía del agua y su madre le propinaba una colleja mientras roja, no sabía bien si por el enfado o por la preocupación, le enumeraba cual letanía los peligros del mar y los riesgos que entrañaba para su salud estar tanto rato metido en agua fría.

Una ola le salpicó un poco la ropa y retrocedió unos pasos. Empezaba a dolerle la espalda de estar tanto tiempo de pie, pero era testarudo y se resistía a sentarse. Mirando hacia el extremo de levante de la playa, de donde venían las olas, buscó con la mirada otro erizo. Le había dado un poco de frío y pensó que si tiraba unos cuantos todo lo lejos que pudiera, el ejercicio le haría entrar en calor. Unos metros más adelante encontró un par juntos y los tiró, uno por uno. Ya no alcanzaba tan lejos, pero todavía tenía un buen brazo y una técnica veterana. Probó con una piedra a hacerla rebotar, pero el mar estaba demasiado picado para que saliera bien. Así que siguió recogiendo cristalinas y conchas y lanzando, de vez en cuando, algún erizo más. Y en una de las ocasiones en que se encontraba a medio a agachar, de repente algo se lanzó sobre él y le tiró al suelo. Pese al sobresalto, muy pronto reconoció a Onofre, que seguía medio encima de él, sin dejar que se levantara y mojándole entero.

Debía de hacer más de doce años que lo conocía. Siempre había sido muy alegre y travieso, y la edad no le había cambiado. Quizás no tuviera ya tan buenos reflejos, pero seguía siendo bastante ágil y como, además, él también era doce años más viejo, la verdad es que entre ellos nada había cambiado. Onofre era silencioso, cosa que siempre le había resultado muy útil para escapar de su casa sin que le pillaran, pero en el fondo era muy obediente y siempre regresaba. Eso sí, cuando iban a buscarlo. Así que, cuando por fin le dejó libre y le vio salir corriendo, supuso que ya había aparecido alguien en la playa para llamarle. A buen paso le vio acercarse a una chica, Carmen probablemente, pero justo cuando estaba casi a su altura, de un requiebro enfiló directo al agua y se metió de un salto en el mar. Carmen empezó a gritarle y a tirarle piedras cerca, para hacerle salir del agua, pero Onofre, testarudo, siguió aún unos minutos en el agua. Cuando por fin salió, fue caminando lentamente hasta ella y con la cabeza baja, afrontó la reprimenda. Carmen estaba a punto de ponerle la correa cuando, comenzando por la cola y terminando por las orejas, inició una sacudida que la empapó entera, dejándola con los ojos cerrados y la boca abierta. Onofre, ladrando y saltando feliz, se fue a casa por propia voluntad.

Él se quedó todavía mirando un rato en la dirección en que Onofre y Carmen habían desaparecido. A lo lejos, en alta mar, un trueno retumbó. La playa estaba de nuevo totalmente vacía. La tormenta había hecho desistir a los turistas de aprovechar el fin de semana para escaparse al litoral. El mal tiempo, en el fondo, le gustaba mucho, porque dejaba la playa limpia del polvo de las obras de las incontables urbanizaciones que, cada año, se comían más valle y, por increíble que pareciera, más montaña. Al principio, cuando él llegó, para acceder desde el solar de sus padres hasta el pueblo no quedaba más remedio que dar un rodeo cogiendo la carretera que pasaba por detrás del monte. No había otro modo de ir que en coche, aunque si apetecía uno siempre podía hacer la “ruta alternativa”, más propia de una excursión que de otra cosa. Era un trayecto largo que consistía en trepar por las rocas más cercanas al mar, que de estar picado te salpicaba y lo volvía todo un poco arriesgado, hasta llegar a un punto en que el monte hacía una especie de curva hacia adentro, como cuando su madre metía la cuchara en el bloque de mantequilla y la sacaba llena para cocinar un bizcocho, y que no se podía trepar de lo liso que era, momento en el que para seguir avanzando no quedaba más remedio que tirarse al agua y nadar hasta un saliente que había a unos doscientos metros en línea recta. Aunque desde unos dos kilómetros hasta la costa ésta no era muy profunda, por la zona del litoral que estaba justo frente al monte, el fondo marino se elevaba como formando una pequeña montaña, para caer después en descenso hacía el corte vertical, llegando a ser muy profundo justo en la curva del monte. Era un lugar muy visitado por los buceadores. Después, el camino por las rocas se hacía impracticable cerca del agua y había que trepar por el monte hasta alcanzar la cima.

En ella estaba la casa del médico, aunque más que una casa era un torreón, muy parecido a aquellas torretas que antiguamente servían para vigilar y dar la alerta de los ataques piratas y para enviar mensajes de un pueblo costero a otro. A principios de siglo todavía había allí una de esas torres, pero cuando el pueblo empezó a crecer, un señor de Murcia, que era militar retirado, compró todo el terreno que iba desde la huerta del Tío Julián hasta lo alto del monte del vigía y se mandó construir esa torre que ahora era la casa del médico del pueblo, uno de sus nietos. Se decía que había aprovechado hasta la última piedra de la torre original para construirla y que una vez terminada mandó instalar en lo más alto un aparato de radio para que siguiera sirviendo como sistema de alarma. Ya desde la cima, uno podía bajar por el camino de la torre hasta la entrada de la playa de Las Gaviotas, que era la primera del pueblo. Cuando era joven le encantaba hacer esa ruta, y más tarde, ya de casado y con los hijos grandes, alguna vez había aprovechado una mañana de domingo para ir con ellos por ese camino. Era una pequeña aventura. Salían muy temprano, antes de las cinco, porque así podían aprovechar para recibir a los pescadores y elegir lo que más les apetecía para ese almuerzo. Se pasaban un momento por la casa, que estaba a unos cien metros, dejaban lo que habían adquirido y se marchaban, ya con la luz del amanecer, hacía las rocas y el mar.

Sin embargo, cuando más había disfrutado esos paseos era de niño. Su madre se lo tenía prohibido desde lo del accidente que había tenido el hijo de unos turistas alemanes, que se había caído, rompiéndose una pierna y yendo a parar al mar, que si no llega a ser por que justo en ese momento había unos pescadores faenando, se hubiese ahogado. Y aunque hasta entonces nunca había pasado de las primeras rocas, fue justo a la semana del accidente, quizás incentivado por el hecho de que estuviese prohibido, que aprovechando una mañana que su madre había ido al pueblo a hacer compra en el mercado, cogió un macuto con una toalla y un bocadillo y se dispuso a llegar hasta el final. Al principio se decía a si mismo que sólo quería ver el sitio en el que el niño se había caído, para comprobar si había sido la dificultad del terreno lo que había provocado el accidente o si, por el contrario, había sido culpa de él, que se había despistado o distraído y había resbalado. Pero como llegó enseguida al lugar del accidente y ni siquiera le había entrado hambre, se dijo a si mismo que no iba a desaprovechar la oportunidad y siguió trepando por las rocas.

Como era la primera vez que hacía ese camino, en un par de ocasiones tuvo que desandar parte de lo recorrido porque, llegado a cierto punto, este se hacía impracticable. Y fue yendo por uno de esos falsos caminos cuando escuchó aquel sonido por primera vez. Al principio pensó que tal vez algún gato se había extraviado por allí y que lloraba lastimero desde el interior de alguna pequeña cueva. Así que empezó a llamar, ¡miso miso miso!, y a buscar por entre los huecos de las rocas por las que pasaba, por si lo encontraba. Sabía que en ocasiones las gentes del pueblo los cazaban y los llevaban allí para que se murieran, porque aunque ayudaban a evitar que hubiera ratas y otros roedores, también más de una vez se metían en los corrales y mataban conejos y gallinas. Pero no encontró nada y siguió andando.

Al cabo de unos diez minutos, volvió a escuchar el sonido, y esta vez estuvo seguro de que no era un maullido. Aquello sonaba muy diferente. Era más profundo y duraba más que cualquier maullido que él hubiera oído nunca. Se quedó quieto, sin atreverse siquiera a respirar, tratando de averiguar de donde procedía. Por fin paró. Y él no sabía qué hacer, porque la verdad era que el sonido era como una llamada triste, pero estaba sólo y aunque siempre había presumido de valiente, aquello era algo que no estaba seguro de ser capaz de manejar sin ayuda. Así que se quedó allí quieto, sin decidirse a avanzar, pero sin estar dispuesto a retroceder bajo ningún concepto. Sabía que era muy probable que su madre hubiese vuelto ya y si volvía a casa a pedirle a alguien que le acompañara, lo más probable es que no le dejaran volver y le castigaran sin salir. En realidad, ya contaba con el castigo antes de emprender su excursión, pero cuando asumió el riesgo presupuso que llegaría hasta el final de la aventura. Con suerte, sólo notarían su ausencia y que no había cumplido con sus obligaciones en la casa, pero no sabrían dónde había estado, así que el castigo no sería muy duro. Pero si volvía a casa pidiendo que alguien le acompañara a... Ni hablar, eso era impensable. El castigo podía ser meses encerrado sin salir a jugar.

Estaba pensando en todo esto, sentado en una roca al sol y con las rodillas abrazadas, cuando el extraño sonido volvió a aparecer en el aire. Y esta vez pudo darse cuenta de donde procedía. Venía del final del camino que llevaba al corte entre los dos salientes del monte. Se levantó lentamente y fijó la vista en el lugar invisible del que el sonido venía flotando con la brisa cálida y húmeda. Poco a poco, mientras el sonido se hacía más y más débil, empezó a caminar hacía él, al principio lentamente, teniendo cuidado con donde ponía los pies y luego más aprisa, con más seguridad, como si lo que escuchaba fuese una llamada, una llamada que le fuese guiando. No volvió a errar el camino. Ni siquiera cuando el sonido cesó y ya sólo tuvo sus propios pies y sus propias manos para llegar al final de las rocas. Le llevó algo más de diez minutos, pero por fin alcanzó la última roca y se asomó, impaciente, al saliente sobre el mar. Allí no había nada. El sol, rielando en la superficie del mar, le deslumbraba. El agua parecía un gigantesco espejo roto en miles de pequeños trozos, dispuestos todos y cada uno de ellos a herir sus ojos pálidos. Con la respiración algo agitada, se sentó con las piernas colgando sobre el agua, que rompía con suavidad a unos dos metros por debajo de donde él estaba. Estuvo esperando un rato a que el sonido se repitiera, controlando la respiración para oírlo bien por si esta vez era más suave o venía de más lejos. Cinco, diez, quince minutos. Pero nada, sólo oía el murmullo de la brisa y las olas chocando con las rocas.

Cansado de tanta luz en los ojos y un tanto decepcionado, se volvió de espaldas al mar, sacó la toalla y el bocadillo de la mochila y le hincó el diente con buenas ganas. La caminata y la desilusión le habían abierto el apetito, así que se comió el bocadillo como premio de consolación. Entre mordisco y mordisco giraba la cabeza y miraba hacia el mar, con una mano para hacerse sombra, aunque la luz reflejada seguía deslumbrándole, así que dirigió sus ojos al camino de rocas por el que había venido, tan deprisa que ni siquiera se había fijado en ellas. La mayoría estaba totalmente secas, pero debajo de algunas quedaban charcos provocados por las salpicaduras de las olas de días menos tranquilos; todavía con el bocadillo en la mano, se acercó a ver si el mar habría dejado alguna de sus criaturas al saltar sobre las rocas. Pero el agua estaba demasiado caliente y olía como si alguien hubiese cocinado en ella esas algas con forma de lechuga que a menudo aparecían en la orilla. Buscó alrededor, por si había más de esos charcos, o mejor, algún recoveco entre varias rocas más cerca del mar al que el agua tuviera acceso de forma continua. Esos sí que eran buenos charcos, pues hurgando podías encontrar cangrejillos, erizos y esos bichos tan raros que parecían un tomate pegado en la roca y que si los tocabas te salían unas ronchas enormes y que picaban muchísimo. Estuvo buscando un rato, sin dejar de mirar de vez en cuando hacía atrás, con la esperanza de que el sonido se repitiera o de ver que era lo que lo producía.

Un escalofrío le hizo volver al presente. Los recuerdos de su niñez le habían dejado mirando al mar y con una sonrisa en los labios, pero había perdido la noción del tiempo y debía llevar ya un buen rato ahí parado. Comenzó a caminar de nuevo en dirección a donde, antaño, estuvieron las rocas y montes por donde su memoria vagaba. En la playa ya casi no quedaban barquillas de aquellas que de madrugada faenaban en la costa y a las que unas veces su madre y otras su padre, compraban pescado fresco antes de que se lo llevaran al mercado. Claro, que tampoco la costa era igual que entonces, ni quedaban peces que pescar. Lo único que uno podía encontrar con certeza en el agua de la playa eran bañistas y la porquería que salía de los emisarios a kilómetros de la costa, pero que las mareas se encargaban de devolver a la orilla en forma de una espesa capa marrón aceitosa bordeada de pompas y espumilla de un color que se podría confundir con el blanco. Para poder darse un chapuzón, no quedaba más remedio que ir abriéndose camino a paladas con las manos. Por supuesto, eso no te libraba en ningún momento del inquietante encuentro con una bolsa de plástico que se te adhería a una pierna a media agua, de una lata que pisabas y muchos otros sólidos en los que era mejor no pensar. Todas esas cosas eran las que le hacían detestar el verano, lo que a su vez le producía una profunda tristeza. Se sentía demasiado mayor para buscar otro lugar menos poblado, y aunque alguna vez sus hijos le invitaban a ir con ellos a otras costas menos turísticas y más tranquilas, él nunca quería acompañarles. La única vez que lo hizo, la añoranza fue tan grande que les fastidió las vacaciones a su hijo y a los nietos. Era cierto que todo estaba muy cambiado, que donde antes había montes y roca, ahora había un paseo marítimo flanqueado de enormes edificios de apartamentos, que lo que antes fueran chumberas, romero y picas, ahora eran césped, palmeritas y quioscos de helados. Pero él sólo necesitaba cerrar un momento los ojos para volver a verla tal como había sido, con el camino de tierra sin asfaltar, el descampado lleno de matojos donde pastaban caracoles y esa montaña con su bosque de pinos en la que los zorros campaban a sus anchas y sobrevolaba, silenciosa, una pareja de halcones. El paseo le hizo entrar de nuevo en calor y sintió sed. Una vez más, sonrió para si mismo al recordar la sed de otro tiempo.

Debía llevar más de media hora trepando por entre las rocas, buscando sin encontrar un charco de agua fresca en la que hubiese algún animalejo, cuando una gota de sudor le entró en un ojo. Se incorporó y se dio cuenta de que se le estaba haciendo tarde y de que, de no volver pronto, tal vez su madre volviera y ella o su hermana salieran a buscarle. Si no le encontraban donde solía jugar, se asustarían, y si se asustaban, la regañina sería enorme. Ya hacía mucho rato que no había vuelto a oír aquel sonido, y de tanto esperar al sol le había entrado mucha sed y mucho calor. Al salir de casa no había pensado que tardaría tanto, así que no había cogido la cantimplora. Se acercó hacia donde tenía la toalla extendida y se quedó allí parado, mirando al mar y tratando de decidir qué hacer, si volver dándose por vencido, o quedarse un poco más a ver si lo que quiera que fuese que le había llamado volvía a dar señales de vida. Se quitó el sudor de la frente con el antebrazo, resoplando por la sed y el calor y, tras varios segundos, llegó a la conclusión de que lo mejor sería volver a casa. No llevaba reloj y no estaba seguro de cuanto tiempo llevaba “fugado”.

Empezó a recoger la toalla y a meterla en la mochila un tanto abatido, porque una voz en su cabeza no paraba de decirle que se quedara. Se dejó caer sentándose en la roca, tratando de convencerse de que irse era lo que debía hacer. De repente, una sonrisa le cruzó la mirada. El sol estaba ya muy alto y eso podía producirle una insolación. Lo mejor sería que se diera un baño, y una vez refrescado, volvería a casa con los pies más ligeros y, de paso, podría esperar un poco más por si volvía a escuchar la llamada. Se levantó de un brinco y se acercó al filo de la roca en la que en un principio estuvo asomado. Demasiado alto, no para saltar, sino para volver a subir luego. Tenía que buscar un sitio por el que trepar desde el agua después del baño que no estuviera muy lejos de donde se encontraba ahora. Feliz por ese nuevo motivo de demora, fue de roca en roca tratando de hallar una salida del mar de fácil de escalada, y en unos pocos minutos encontró un lugar donde las piedras eran menos grandes y se acercaban, escalonadas, a la superficie marina. Bajó lentamente por ellas para asegurarse de que resistirían su peso tanto en la bajada como en la subida y empezó a meterse en el agua. Sin embargo, volvió a subir sin haberse llegado a bañar: sería mucho más divertido saltar desde la roca. Sabía que la profundidad era buena y que no había peligro y le apetecía tirarse de cabeza.

Volvió a la roca en que descansaba su mochila y, tras cerciorarse nuevamente de que no se haría daño contra ninguna roca, dando unos pasos atrás cogió carrerilla y de un salto se tiró al agua de cabeza. ¡Qué fresca el agua corriendo sobre su piel tostada! Curvando la espalda un poco inició el ascenso con el mismo impulso del salto. Y decidió abrir los ojos para ver los reflejos del sol en las burbujas que había provocado al caer y que surgían de su nariz al soltar el aire. Y entonces la vio. Inmensa y gris. Y le miraba.

El resto del aire que le quedaba en los pulmones salió todo a la vez, a borbotones, mientras agitaba los brazos y las piernas en círculos intentando alejarse. Cuando por fin alcanzó la superficie, nadó todo lo rápido que pudo hacia las rocas, tratando de salir del agua. Sin embargo, aún no las había alcanzado cuando se paró y, girándose de nuevo, se sumergió. La ballena seguía allí, apenas sin moverse, pero mirándole. O, al menos, eso le pareció a él. Con el corazón latiéndole cual caballo al galope, subió de nuevo a la superficie y nadó hasta las rocas. Pero no salió del agua. Se quedó allí, sin decidirse a salir, pero sin atreverse tampoco a acercarse. Entonces ella volvió a llamarle, con su canto triste e intenso y el sonido le hizo estremecerse.

Poco a poco, el ritmo de los latidos de su corazón se fue volviendo más pausado. Tímidamente, sujeto a las rocas, volvió a sumergirse y la miró. El ojo enorme y oscuro de la ballena le observaba, como si se tratase éste mismo de un ente independiente de la enorme masa gris en que se hallaba, y como si estuviese esperando algo. Lentamente, se fue acercando de nuevo, buceando cerca de la superficie, arriba y abajo, dentro y fuera del agua, hasta estar a unos veinte metros del enorme animal. Y allí se detuvo a contemplarla. Era inmensa, debía medir más de diez metros, tal vez incluso más de quince. Y él se sintió diminuto, insignificante, a su lado. El ojo parpadeó un instante y enseguida se volvió a escuchar el profundo lamento. Se estremeció, pero no sentía miedo. De hecho, en ese momento se dio cuenta de que, en realidad, no había sentido miedo en ningún momento. Una sonrisa acudió a sus labios, y el aire escapó por la comisura de los labios, pero no salió a respirar. Siguió nadando, mirando al enorme ojo de la ballena y acercándose a ella con decisión. Y cuando estuvo a apenas un metro de su mirada, se detuvo.

Un trueno y una ráfaga de viento le devolvieron al presente con un escalofrío. Había vuelto a quedarse parado de pie, en la orilla, mojándose las piernas. Estaba muy cerca del rompeolas, y no sabía muy bien como había llegado hasta allí. Retrocedió, pues las olas allí aún conservaban parte de su fuerza y había tenido suerte de que ninguna le hubiese mojado entero, o incluso tirado, a traición. Pese al frío, sonrió. ¿Qué más daba que el mar le mojase? Él amaba el mar, la mar, y las olas eran como besos impulsivos de una amante misteriosa, que quisiera de una vez acariciar todo su cuerpo. Se sentía muy feliz. Estiró los brazos hacia el cielo y emprendió un trotecillo para recuperar el calor perdido en el despiste. Abrigaba la esperanza de que el sol saliera lo suficiente como para darse un baño. Al diablo con la artritis. El mar ese día le llamaba, como de niño le llamara la ballena. La ballena...

El ojo parpadeó de nuevo, y el voluminoso cuerpo se movió ligeramente. Si es que algo tan grande puede moverse con ligereza. La sonrisa de sus labios se convirtió en risa, se le escapó el poco aire que le quedaba en la boca y no le quedó más remedio que volver a la superficie. Y en cuanto hubo llenado sus pulmones a conciencia, volvió a sumergirse. Y esta vez no dudó, y con las dos manos acarició la piel de la ballena. Caliente pero fría, suave pero áspera, con las palmas de las manos en la superficie interminable e impulsándose con las piernas, siguió las líneas y arrugas de la gruesa piel por todo el costado. Si el aire se acababa, salía a por más y continuaba con la exploración. Los costados, el lomo, la barriga, las aletas, la cola. Siguió con los dedos cicatrices y conchas de moluscos a ella adheridos, aferró las algas que arrastraba y con impaciente respeto acarició el orificio en su cabeza por el que sabía expulsaba en agua que entraba en su boca al comer. Ni siquiera los enormes párpados escaparon a su curiosidad. La recorrió entera. Entonces, sintió el deseo de abrazarla, como si fuera su perro, como si fuera su amiga. Y cuando todo su cuerpo entró en contacto con el de la ballena, ésta se movió y salió a la superficie. Cuando el sol cubrió ambas pieles, él reía a carcajadas, sentado a horcajadas sobre ella. Se puso de pie, pues ella no se sumergía. Caminó a lo largo de su espalda. Se tumbó sobre ella al sol, respirando a pleno pulmón, feliz. Intensamente feliz. Y se quedó allí tumbado, sintiendo su respiración y sus movimientos pausados, pletórico.

Cuando pasó un rato y su piel casi se había secado, de repente, se sentó bruscamente. Sí, era fantástico que la ballena estuviera allí, con él, para él, pero... ¿Qué hacía allí? ¿Por qué estaba allí? Con tristeza, acudió a su mente el recuerdo de la foto de unas ballenas varadas en una playa, muertas o moribundas, sin que nadie pudiera ayudarlas. Sin que nadie supiera el por qué.

Se volvió a meter en el agua y fue nadando hasta ponerse justo frente al ojo. Y sin salir de debajo de la superficie, le preguntó: “¿Por qué estás aquí?”. Y espero una respuesta. Pero la ballena permaneció quieta y silenciosa. “¿Por qué estás aquí?”, repitió. Pero por toda respuesta la ballena cerró el enorme ojo y lo mantuvo cerrado. Salió a por aire y se quedó quieto un instante. Luego, volvió a sumergirse, pero esta vez no miró a la ballena. Miró alrededor. El fondo estaba muy profundo allí donde se encontraban, cerca del acantilado. Pero ascendía rápidamente en cuanto te alejabas de él. Y entonces lo entendió. El fondo era demasiado poco profundo, con rocas negras y cortantes todo alrededor que no le permitían volver a mar abierto. Estaba atrapada.

Se giró de nuevo hacia la ballena y la miró. Tenía de nuevo el ojo abierto, y le miraba fijamente. Fijamente y con una intensa tristeza. “¿Cuánto tiempo llevas aquí?”, se preguntó y le preguntó a ella, dejando salir el aire al pronunciar unas palabras que nadie podría entender bajo el agua. Cuánto tiempo... Él sabía la respuesta. Tres días. Justo tres días. Pues ese tiempo era el que había transcurrido desde la tormenta, desde la marejada que hizo subir las aguas y que le había regalado unas olas enormes en las que revolcarse, conchas que recoger y... Y a la ballena.

Se puso muy nervioso. Miró al cielo, para ver dónde estaba el sol y hacerse una idea de la hora que podría ser. ¿Cuánto tiempo podría estar una ballena sin comer? Porque él mismo sentía ya un hambre considerable, ya que seguramente eran más de las dos. Y allí no había mucho espacio para moverse para alguien tan grande. Quizás estuviese tan quieta para economizar energía y aguantar hasta la siguiente marejada y así escapar. O a lo peor era que estaba ya tan cansada que sólo se estaba dejando morir... Un fogonazo de rabia le recorrió el cuerpo, como un relámpago. No podía morir. Él no la dejaría morir. Estaría allí con ella hasta que consiguiera salir, no la dejaría sola y la ayudaría en todo lo posible. La mezcla de las lágrimas y la sal del agua le escoció los ojos.

Sumergido de nuevo, miró alrededor, siguiendo con la mirada la línea de las rocas. Como la ballena le obstruía la vista, pasó buceando por debajo de ella para poder seguir con la observación. Y poco a poco, buceando y nadando, fue recorriendo los más de doscientos metros de rocas que se habían convertido en prisión para su nueva amiga. Trató de calcular la altura que mediaba entre las rocas y la superficie del agua, y la comparó con la de la ballena. Y encontró varios lugares en los que la altura podía ser adecuada, lo que le puso muy contento. Pero luego se vio obligado a descartarlos, porque como probablemente la ballena ya debía haber comprobado, aunque la altura era apropiada, el espacio para pasar en cuanto al ancho no lo era. Volvió a donde estaba la ballena y se subió sobre su lomo. Pero casi inmediatamente volvió al agua para tratar de encontrar un lugar por donde la anchura fuese adecuada y la diferencia de altura no muy grande. Nadó y nado, hasta que por fin, cerca del borde contrario del acantilado en que él tenía la mochila y la toalla, encontró un lugar lo bastante ancho y que tan sólo era un par de metros de alto menos de lo que sería necesario. Allí, la corriente se hacía notar y tuvo que tener mucho cuidado para que no le arrastrase. Volvió nadando al interior del espacio resguardado por las paredes del acantilado y, sorprendido, descubrió que la ballena se había movido y se había acercado hacia donde él estaba, lo que le puso muy contento y le animó a seguir buscando una solución.

Nadando, se acercó a la ballena y se tumbó de nuevo en su espalda para descansar un poco. El agua del otro lado de las rocas estaba bastante más fría, y llevaba ya más de dos horas en remojo y sentía frío. Y hambre. Las tripas le sonaron. Cuando el calor del sol le hubo secado un poco, se sentó de nuevo y se puso a pensar. Como la anchura era adecuada, si la ballena cogía impulso nadando desde el fondo del otro extremo de la pared del acantilado, tal vez lograse la fuerza suficiente para elevarse y pasar al otro lado. Sonrió imaginando a la ballena saltando, magnífica y brillante bajo el sol. Pero pronto se borró esa sonrisa de su cara, porque era muy posible que el impulso no fuese suficiente para lograr que saltara y se quedase encallada, y lo más probable es que las rocas le hirieran, y débil como estaba, si sangraba y la sangre atraía a algún depredador (y se imaginó un tiburón enorme con las mandíbulas rebosantes de filas de puntiagudos dientes ya ensangrentados), tal vez no pudiese defenderse...

De un salto volvió al agua, nadó hasta las rocas y las examinó una por una, tratando de averiguar si estaban fijas o si por el contrario lograría moverlas. Si al saltar chocaba, si estaban fijas al suelo, el daño sería mucho mayor. Pero si estaban sueltas, tal vez pudiera desplazarlas con la cola y así abrir algo el camino. “Si tuviera dinamita”, pensó, pero la dinamita también dañaría a la ballena, si es que no la mataba. Empujó las rocas que parecían menos grandes y con más posibilidades de estar sueltas y, en efecto, algunas se movían al tratar de desplazarlas. Así que se puso manos a la obra mientras la ballena, que le había vuelto a seguir, lo observaba con lo que a él le pareció curiosidad. Usando el cuerpo como punto de apoyo en las rocas que estaban fijas, empujó con los pies las rocas más altas, y poco a poco, consiguió tirar alguna. Pero después de más de una hora de esfuerzo, se dio cuenta de que lo que había conseguido mover eran pequeñas rocas que el mar enfurecido probablemente había arrojado allí en la misma tormenta que dejó atrapada a la ballena. Cansado, con los pies doloridos y algo mareado, volvió a subirse a la ballena. No, no estaba cansado, estaba rendido. La buena noticia era que ya no sentía hambre. Se quedó allí tendido, boca abajo, sobre la ballena, oyéndola respirar pausadamente, mientras el mar los balanceaba a ambos.

Cansancio y hambre. La carrera por la arena le había hecho entrar en calor, pero le había dejado agotado y hambriento. La hora de comer debía de estar próxima. Se acercó al agua, se mojó la nuca para refrescarse y librarse de la sensación de cansancio y tomó un puñado de arena fría y gris en la mano. Abrió la palma y la miró, y encontró entre los granos más gruesos una cristalina azul. La casualidad le hizo sonreír. Las azules eran las más difíciles de conseguir. Verdes, marrones o blancas, abundaban, pero azules... Las botellas azules no abundan. Y la mayoría de las cristalinas tenían su humilde origen en los cascos de botellas arrojados al mar y rotas por éste contra las rocas. Cuando le entregas al mar un objeto, esté le confiere con el paso del tiempo aspectos sorprendentes y muchas veces hermosos. Como esos cascos de barcos hundidos, que eran sólo metal retorcido, pero las aguas lo han cubierto de colores y formas vivas, a la vez que se alimenta de él, lenta pero inexorablemente. En cambio, cuando el hombre toma del mar, rara vez produce algo hermoso. Pensaba en todo esto sin dejar de mirar al mar. Sólo mirando el mar. Sabía que, si giraba la cabeza, los acantilados de su infancia ya no estarían allí. Y por algún motivo, ese día la añoranza era muy intensa. Ansiaba trepar por las rocas, las mismas rocas que antaño recorrió y que le condujeron al acantilado, y a la ballena. Bajó la vista a la arena, y sin levantarla del suelo, inició un lento caminar hacia el vacío de los acantilados y las rocas. Tal vez, si no alzaba los ojos de la arena, sus pasos le llevarían allí de nuevo. Tal vez, si no miraba con sus viejos ojos, la memoria en que era sólo un niño, esa que siempre se mantendría joven, guiaría sus pasos para llevarle allí, de nuevo. Tal vez.

Una ráfaga de aire le despertó para descubrir que aún estaba sobre la ballena. Temía que todo hubiese sido sólo un sueño. Se sentía pesado. Dormir al sol siempre le producía esa sensación. Pero, sin embargo, el descanso le había animado, y despertar en la realidad de la compañía del enorme animal le llenó de felicidad. Había tenido un sueño. Un sueño en el que comía un helado gigante de chocolate en la heladería que había en la playa de Las Gaviotas. En una heladería que estaba junto a un bar. Un bar que tenía un servicio de tumbonas. Se levantó sobre la ballena de un brinco. Había tenido una idea genial. Y estaba tan contento, que mientras caminaba alante y atrás por la espalda de la ballena, se la contó.

- ¡Las rocas cortan, pero tengo la solución! Usaremos colchonetas para amortiguar las que más corten y sobresalgan. Así, cuando saltes, aunque choques contra ellas no te herirán, o al menos no tanto. Sólo tengo que ir hasta la playa y, esto, cogerlas prestadas del chiringuito. Conseguiré también cuerda o algo con qué atarlas, y una vez sujetas, tú sólo tendrás que nadar muy fuerte, coger velocidad y saltar todo lo que puedas. ¡Y llegarás al otro lado y serás libre! ¡Será fantástico, ya verás! Y podrás irte y comer, y pronto te sentirás bien. ¡Por qué no te vas a morir aquí! Aún tienes que nadar mucho, por mares lejanos, y conocer otras ballenas y...

Y mientras él hablaba y hablaba, dando explicaciones de cómo saldría de allí y de las cosas que haría viajando por los siete mares (a ser posible, llevándole a él), la ballena comenzó a moverse, nadando lentamente hasta las rocas, o todo lo cerca que podía llegar. Así que él sólo tuvo que saltar y nadar unas pocas brazadas para alcanzarlas y trepar. Cuando llegó a una roca en la que pudo ponerse de pie, se volvió hacia el mar y miró a la ballena. No sabía muy bien cómo, pero estaba seguro de que ella le había entendido. Así que se llevó las manos a la boca a modo de altavoz y le gritó desde donde estaba:

- ¡No te preocupes, volveré pronto! ¡Y entonces te ayudaré y saldrás de esta cárcel!

Y como en respuesta, la ballena se sumergió un momento, y al salir expulsó un gran chorro de agua por el orificio de lo alto de su cabeza. Muy animado, la saludó con la mano mientras veía como se volvía a sumergir y comenzó la escalada. Paso a paso, roca a roca, fue salvando la pendiente del monte hasta llegar a la casa torreón del médico, dónde paró unos minutos para recobrar el aliento, y luego recorrió a grandes zancadas el camino que había hasta la playa de las Gaviotas, sin dejar de pensar ni un momento en cómo se las apañaría para “tomar prestadas” las tumbonas sin que le pillaran. Bastante castigo le iba a caer encima sin necesidad de que le acusaran también de robar en un chiringuito.

Cuando distaba unos doscientos metros de la zona de las tumbonas, se sentó a reflexionar y a observar el terreno. Debían de ser las cuatro de la tarde, más o menos. Lo cual era perfecto, pues la mayoría de la gente estaría durmiendo la siesta o comiendo aún. Así que no se demoró más y se fue directamente hacia las sombrillas de paja bajo las que sabía que encontraría las tumbonas. Nadie a la vista. Así que se acercó y agarró la primera tumbona, y entonces se dio cuenta de algo que debería haber sabido desde el primer momento: las tumbonas pesaban mucho. Rellenas de goma espuma y de un espesor de un palmo como el de su mano, con suerte podría arrastrar, como mucho, dos o tres. Y muy lentamente, con lo que las posibilidades de que le atraparan aumentaban considerablemente. La desilusión se pintó en su cara, aunque no hubiera nadie allí para verlo. Se acuclilló, se abrazó las rodillas y trató de pensar en una solución, pero sólo conseguía acordarse del helado enorme de su sueño.

Se levantó y caminó hasta la orilla del mar, dando puntapiés a la arena, desanimado y enfadado consigo mismo. ¿Cómo no había pensado en el peso? ¿Cómo había sido tan tonto? Metió los pies en el agua, y la emprendió a patadas con las olas. Y estuvo así un buen rato. Hasta que se cansó, y con la respiración alterada y la rabia algo mitigada, se volvió hacia donde estaban las sombrillas. Había pasado todo el día al sol, y notaba la piel tirante y molesta. Y sed, mucha sed. De pronto, recordó que había una fuente junto al puesto para alquilar las tumbonas, y se dirigió a él caminando a saltitos. Llegó, y bebió con impaciencia y satisfacción, parando para tomar aire, hasta que se sintió saciado. Y al levantar la vista, las vio. Enrolladas y atadas con una cuerda, metidas dentro de una caja de cartón. Esperándole. Debía haber más de treinta esterillas de esas de esparto, tal vez cuarenta. No necesitó pensar más. Miró a un lado y a otro para asegurarse de que nadie estaba a la vista, agarró la caja como pudo y se marchó tan deprisa como el peso y el volumen de su carga, amén del cansancio acumulado, se lo permitieron. Y no paró hasta perder de vista el puesto de alquiler, el chiringuito, el quiosco de helados y estar con los pies en el camino que conducía a la casa del médico. Entonces, paró a descansar a la sombra de un platanero, y en cuanto recupero el aliento, siguió la marcha, parando sólo para descansar de vez en cuando unos minutos, y arrastrando su carga cuando los brazos cedían ante el esfuerzo. Así, a trancas y barrancas, pasó la casa del médico y fue descendiendo por el monte, lenta pero constantemente, hasta que el cansancio le hizo tropezar y cayó al suelo.

Tropezar fue lo que le hizo abrir los ojos. Debía haberlos cerrado mientras caminaba, evocando aquel recuerdo infantil en el ya desaparecido paisaje de rocas y arena gris. Por eso se sintió tan sorprendido, felizmente sorprendido, cuando vio que lo que le había hecho tropezar había sido una de esas rocas. Y tras la primera, encontró otra, y otra más. Y al levantar la vista halló frente a él ese paisaje de su nostalgia. Piedra y roca. Y, a lo lejos, el acantilado. Las lágrimas casi le cegaban y no se atrevía a moverse. Temía que el más mínimo movimiento desvaneciese lo que, su razón le decía, debía ser una visión. Finalmente, dio un paso y puso el pie sobre la primera roca, la que le había hecho tropezar. Era completamente sólida y real. Y ya no se detuvo. Caminó por las rocas, ayudándose de las manos allá donde lo fue necesitando, alejándose de la arena de la playa y adentrándose a cada paso más en el camino hasta donde, tantos años atrás, encontrara a la ballena.

Algunas esterillas rodaron varios metros monte abajo, y tuvo que dedicar algunos minutos en recogerlas y colocarlas de manera que fuese cómodo transportarlas, pues la caja se había roto. Al terminar, se sentó a descansar un momento, y descubrió que una de sus rodillas sangraba profusamente. Se había hecho un corte bastante profundo al caer, y la herida estaba llena de arena y pequeñas piedras. Se quitó la camiseta y trató de limpiarse con ella la herida, que la verdad, escocía y dolía bastante. Torpemente, consiguió sacarse las piedrecitas, pero no dejaba de sangrar, así que de un tirón arrancó una tira de tela de la misma y se hizo como buenamente pudo un vendaje, a fin de taponar la herida y ver si así dejaba de sangrar. Se imaginó, sin poder evitarlo, la cara de su madre cuando le viera, y se preguntó si tal vez la herida despertaría la compasión de su madre, o por el contrario, empeoraría aún más las cosas al volver a casa. Mejor no pensar en ello demasiado.

Antes de empezar a caminar, echó un vistazo para comprobar cuanto camino le quedaba por delante. Ya no mucho, se dijo, pero la peor parte, porque cada vez era más empinado, y cargado y con la herida tendría que ir bastante lento. Calculó que tardaría aún más de media hora en llegar hasta el mar, y hasta la ballena. Así que, pensando en que el agua salada sería lo mejor para lavarse la herida y la sangre que ya medio seca le cubría la pierna, con cuidado para no volver a caer retomó el camino. Poco a poco, la brisa del mar empezó a alcanzarle, refrescándole y animándole a continuar. Aún así, tardó todavía más de media hora en alcanzar las rocas donde, ya varias horas antes, la ballena le había despedido con un impresionante chorro de agua coronando su cabeza.

Al llegar, soltó las esterillas, se quitó las zapatillas, y se tiró al agua. La caída arrastró la tela mal anudada de la rodilla, que se le había pegado a la herida, lo que le produjo un dolor bastante intenso, y que ésta empezase a sangrar otra vez. Pero pese al dolor y el escozor, el agua arrastró el cansancio y le hizo sentirse feliz. Así que, cuando hubo salido a la superficie para tomar aliento, se sumergió otra vez, en busca de la ballena.

Estaba muy abajo, cerca de la pared del acantilado, quizás donde más profundo era el litoral en aquel recoveco de la costa. Se la veía muy quieta, y desde esa distancia, no podía ver si tenía los ojos abiertos o cerrados. Salió de nuevo a la superficie y cogió cuanto aire le cupo en los pulmones, y se sumergió en busca de la ballena. Nadó y nadó, hasta que le empezaron a doler los oídos y a escapársele el aíre de los mofletes hinchados, y al alcanzar a la ballena comprobó que tenía los ojos cerrados. Así que, con un último esfuerzo, le palmeó la cabeza. La ballena abrió lentamente el enorme ojo, y aunque él estaba justo frente a él, al principio pareció como si no pudiese verle. Entonces, con un parpadeo, inició un ligero movimiento y emitió aquel profundo y triste sonido con el que por primera vez le había llamado. Y este canto, esta llamada, se prolongó hasta que, ya sin aliento y congestionado, alcanzó una vez más la superficie del agua. Y a los pocos segundos también la ballena apareció, y respirando aún agitadamente, se subió a su lomo y allí se tumbó, boca arriba, acariciando la gruesa piel con la palma de las manos.

Pasados unos minutos, su respiración se relajó, y se incorporó. Mirando al cielo, llegó a la conclusión de que debía ser ya más de las cinco de la tarde, lo cual significaba dos cosas, principalmente: que le quedaba muy poco tiempo antes de que el sol se metiese tras las montañas, y por lo tanto, pocas horas de luz para llevar a cabo su plan de rescate, y, además, que en esos momentos su madre debía estar, por un lado, llamando a la policía, la guardia civil, los bomberos, etc., muy preocupada, y, al mismo tiempo, decidiendo en que consistiría y cuanto duraría exactamente el castigo que le pondría cuando le encontrase. Agitando la cabeza trató de olvidarse de esa parte de la aventura, y se dispuso a ejecutar su plan.

Las siguientes dos horas, aproximadamente, las pasó sumergiéndose y buceando, arrastrando esterillas y acarreando piedras, nadando persiguiendo esterillas llevadas por la corriente, recogiendo piedras que preferían desplazarse a quedarse donde él las colocaba, y volviendo a la superficie a recuperar el aliento y a “discutir” con la ballena el mejor modo de hacerlo todo. Durante todo este tiempo, la ballena le fue siguiendo con la mirada, y a veces nadando, siempre cerca de él, como tratando de entender que estaba haciendo esa pequeña criatura. Con la cuerda con que habían estado atadas las esterillas, midió a la ballena por donde era más ancha, como mejor pudo, y luego la zona de rocas que había elegido para que la ballena pasase. Ésta era algo más grande que la apertura entre las rocas, y también más alta, pero no más de unos veinte centímetros. Así que, primero, trató de quitar cuantas rocas pudo de las que pensaba que podrían hacer daño a la ballena, que fueron bastantes pocas. Y a todas las que no había manera de mover, las envolvió con capas de esterillas, poniendo más donde pensaba que las rocas eran más cortantes, y sujetándolas con la ayuda de otras piedras y de la cuerda, de la que fue cortando trozos (para lo que había golpeado una piedra hasta dejarle un filo cortante) hasta que no le quedó un triste trozo. Al final, ya no le quedaban ni esterillas ni cuerda, pero a él le parecía que aún muchas rocas herirían a la ballena. Pero no se dejó arrastrar por la pena ni el desánimo.

Como llevaba mucho rato en el agua, se acercó nadando hasta las rocas en que dejara la toalla y se tumbó a descansar un rato. Volvía a sentir una sed inmensa, y los brazos y las piernas le pesaban por el cansancio. Pasados diez minutos, se sentó con las piernas estiradas y reclinado ligeramente hacia atrás con las manos apoyadas en el suelo de piedra. El sol ya descendía por el cielo camino de las montañas, la luz era más suave y anaranjada y el calor espeso de todo el día iba desapareciendo. Era el momento de la verdad. Había que conseguir que la parte más difícil e importante de su plan se llevase a cabo con éxito. Conseguir que la ballena pasase por la apertura y alcanzase el mar abierto. Suspiró profundamente y miró a la ballena

El estallido de una ola y la espuma blanca coronaron la roca, y se sentó cansinamente en el mismo lugar en que, tatos años atrás, había contemplado a la ballena. Se le ocurrió que a lo mejor, la ballena tenía entonces tantos años como él ahora, y se preguntó si aún seguiría viva y surcando los océanos. El mar seguía agitado, con lo que era imposible distinguir el fondo de rocas. Le hubiera gustado saber si alguna de las esterillas seguía allí, después de tantos años. Sonrió por dentro, y se abrazó las rodillas. En una de ellas, seguía la marca, ya casi invisible, del corte que se había hecho bajando el otro lado del monte. Se acarició un instante la cicatriz, y luego se levantó y se acercó al filo de la roca. Mirando al mar agitado, volvió a sumergirse en el recuerdo.

Justo en el momento en que saltaba de nuevo al agua, la ballena volvió a emitir aquel profundo canto. Pero esta vez no le pareció que fuese tan triste, y le gustó mucho el cambio que se produjo en el sonido tal como era en el aire a como le sonó ya una vez rodeado del mar. Se fue nadando hacia la ballena y se situó frente a uno de sus ojos. Le pareció que ella le miraba con curiosidad y casi como si sonriese, si es que una ballena puede sonreír, aunque sea sólo con la mirada. Le devolvió la sonrisa, pero casi inmediatamente, se puso serio.

- Ahora –le dijo- es cuando tú tienes que hacer tu parte. Ya has visto que he puesto un montón de esterillas para protegerte, así que no tienes que tener miedo. Lo que tienes que hacer es nadar en círculos hasta que vayas muy rápido, todo lo rápido que puedas, y entonces dirigirte hacia la apertura y tratar de saltar. Sólo tardarás unos pocos minutos, y no te costará mucho esfuerzo. Y luego, podrás buscar comida y ponerte fuerte otra vez, y reunirte con tu familia, que seguro que todos te echan de menos y están muy preocupados, y no se van a enfadar ni nada por haber estado tanto tiempo fuera...

La ballena parpadeó un par de veces y expulsó agua por su orificio, pero no se movió.

- ¡Vamos! ¡Empieza a nadar ya! Qué no puedo quedarme mucho más rato...

Pero seguía sin moverse. Se acordó entonces de que, mientras él había estado nadando entre la apertura y las rocas donde tenía las cosas, la ballena le había seguido, así que, pese al cansancio, se puso a nadar siguiendo las paredes del acantilado y luego la media luna de rocas del fondo, para ver si la ballena le seguía. ¡Y así era! Así que, tras dar un par de vueltas, se dirigió hacia la apertura y salió nadando por ella a mar abierto. La ballena, sin embargo, se detuvo antes de llegar al pasadizo entre las rocas. Pero él no se dio por vencido, y volvió a hacer el mismo recorrido, una y otra vez, hasta que, extenuado, se fue nadando hasta un saliente de roca y allí se detuvo, a descansar. El sol ya había empezado a ocultarse, y él estaba muy cansado, y sabía que, para volver a casa, necesitaba algo de luz que le permitiese ver el camino. Subió a la roca y se envolvió en la toalla, porque ya no hacía calor y le dio frío apenas salió del agua. Sentado hecho un ovillo con la toalla vio como la ballena se acercaba a donde él estaba.

- Tienes que hacerlo, vamos. Es muy fácil. Eres muy fuerte, y con un poco de carrerilla, seguro que puedes saltar lo suficiente para pasar sin hacerte daño... O al menos, no mucho. Mira, te lo enseñaré otra vez, es muy fácil –y poniéndose en pié, empezó a hacer como si nadase en círculos sobre la roca, siguiendo su contorno, avanzando cada vez con más velocidad y, finalmente, saltó de nuevo al agua. Al salir a la superficie, volvió a insistir.- Ves, es muy sencillo –dijo mientras se secaba los ojos y volvía nadando hasta la roca.- Sólo tienes que nadar rápido y saltar por encima de las rocas –casi le gritaba, mientras repetía el baile sobre la roca y saltaba de nuevo al agua.

Siguió caminando hasta correr en círculos, y saltando al agua, volviendo a trepar a la roca, corriendo otra vez y saltando de nuevo, mientras le explicaba una y otra vez que hacer y trataba de convencerla de lo fácil que era. Y así, hasta que, en uno de los giros, exhausto, se calló y la herida de la rodilla se le volvió a abrir. Se quedó allí, en el suelo, viendo la sangre manar de la herida, llorando en silencio. Y allí siguió, hasta que un sonido atrajo su mirada hacia el agua. Era la llamada de la ballena, una vez más. Y cuando el sonido se apagó, la ballena se sumergió y, como ya casi no se veía el sol, él no pudo ver a donde iba.

Todo había quedado en silencio. El mar llevaba un rato sin golpear con sus olas las rocas, y sólo una pequeña ráfaga de brisa le hizo darse cuenta de que también ahora estaba llorando. No trató de secarse las lágrimas. El mar se estaba calmando y empezaban a poder distinguir, a veces, las rocas del fondo. También las nubes se habían ido retirando, y los rayos de sol calentaban su cuerpo y se reflejaban, con la belleza de antaño, en las límpidas y azules aguas. A través de las lágrimas, contemplo las paredes del acantilado, el extremo de las rocas al otro lado del monte, el mar meciéndose entre las rocas, suave, acogedor. Y una enorme sombra que nadaba y nadaba en círculos.

De repente, una ola le salpicó entero, haciéndole salir de su ensimismamiento. ¿Una ola? Pero si el mar estaba como un plato... Y es que no había habido tal ola, sino que la ballena, con su cola, había levantado una pequeña columna de agua para llamar su atención. ¡Estaba nadando en círculos, exactamente como él le había dicho que hiciese! Se levantó de un salto, y siguió saltando sobre sus pies, gritando y agitando los brazos, mientras la ballena nadaba en círculos, cada vez más y más deprisa. El lomo de la ballena salía a intervalos del agua, pues esta se sumergía y volvía a salir, supuso él que para conseguir más metros de agua en los que nadar. Durante varios minutos, nadó y nadó, cada vez más rápido, hasta que en un momento dado, con un movimiento brusco, puso rumbo a la apertura y, con un fuerte golpe final de su cola, se lanzó por el pasadizo.

Sin embargo, no saltó. Sé quedó con un grito ahogado y un gesto de victoria a medio formar congelado en la cara. ¡No había saltado! Y ahora podía ver a la ballena atrapada en la apertura. Pensó que su plan había fracasado, que por su culpa, ahora la ballena se había quedado encallada y moriría allí, tal vez herida, y atacada por depredadores. Sin apenas soltar la toalla, se tiró al agua. Mientras nadaba todo lo rápido que podía hacia la ballena, se sintió idiota por haber imaginado que él sólo iba a poder salvarla. Pensó que lo que tenía que haber hecho habría sido ir a pedir ayuda a los mayores, en el pueblo, y que entonces a lo mejor algún barco la habría ayudado, liberado, o lo que fuese. Cualquier cosa mejor que el morir allí, atrapada, sin poder moverse, tal vez mordida por tiburones... Siguió nadando, furioso consigo mismo, hasta que de repente se dio cuenta de que no avanzaba, porque el propio agua le frenaba, pero ¿cómo?

Y entonces se paró, y se dio cuenta de que, aunque era verdad que no había saltado, la ballena no estaba atrapada, o al menos, no del todo. Con la cola batía el agua, formando un oleaje artificial e impulsándose poco a poco hacia delante. Y ese oleaje era lo que le había frenado al nadar. Se atragantó con un buche de agua al gritar de alegría, así que, tosiendo y moqueando, siguió tratando de acercarse a donde la ballena estaba. Pero era imposible, y cuanto más se empecinaba en acercarse, más difícil le resultaba ver si la ballena se conseguía liberar de las rocas que la aprisionaban. Por más que nadaba, no lograba acercarse. De repente, un gran golpe de agua le alcanzó y sintió como si perdiese el equilibrio, y se hundió. El agua se arremolinaba a su alrededor, mientras el trataba de distinguir entre la espuma dónde estaba el arriba y el abajo, o de encontrar a la ballena. El movimiento le hizo sentir mareado, se sintió arrastrado por el agua, dejó de nadar y se dejó llevar. Con los ojos entreabiertos, empezó a distinguir como la espuma iba a menos, como la fuerza del agua iba disminuyendo, y cómo su cuerpo se dirigía hacia arriba, y fuera del agua. Estaba tan cansado que no trató de nadar, y se conformó con respirar y dejarse flotar en el agua. Ni siquiera trato de divisar a la ballena, donde quiera que esta estuviese. Sólo quería dejarse mecer por las olas, porque estaba muy cansado, tan cansado que sentía mucho sueño, un sueño casi irresistible.

Aún seguía allí, sobre la roca, y esta vez había visto cómo la ballena nadaba contra la apertura y encallaba en ella, y como levantaba enormes olas de agua y espuma blanca con la cola en su lucha por salir del pasadizo de rocas. Podía ver cómo iba poco a poco avanzando, cómo en su avance se hería con las rocas, cómo fluía la sangre, y cómo, con un golpe final, se liberaba del abrazo de las rocas, pero arrastraba a su vez la pequeña figura de un niño, y cómo este desaparecía bajo las aguas, sin nadar, y sin volver a aparecer en la superficie.

No se quitó la ropa, ni siquiera los zapatos. Se lanzó al agua y comenzó a nadar con todas sus fuerzas hacia el cuerpo del niño, que flotaba más allá de la media luna de rocas, y era arrastrado poco a poco por la corriente. Tenía que llegar a tiempo. No podía dejar que el pequeño se ahogara. No podía, no podía. Tras lo que le pareció una eternidad, alcanzó al niño. Seguía flotando boca arriba, pero parecía inconsciente. Le rodeó la espalda con su brazo, sujetándole para que la cabeza quedase fuera del agua y trato de mantenerse a flote mientras recuperaba el aliento. Cuando hubo descansado unos segundos, se giró para establecer el camino más rápido hasta las rocas. Pero se dio cuenta de que estaban bastante lejos, y que la corriente seguía arrastrándoles, alejándoles más y más de la costa y del acantilado. No había tiempo que perder. Sujetando lo mejor posible al muchacho, empezó a nadar hacia la costa, esforzándose por avanzar lo máximo posible. Pero estaba cansado por el esfuerzo, y la herida de la rodilla le escocía y le dolía cada vez más. Llevaba muchas horas sin comer y había perdido bastante sangre. La ropa, además, le estorbaba al nadar. Si al menos pudiese quitarse los zapatos. Paró de nuevo unos instantes para descansar, aunque apenas había avanzado algunos metros y el mar continuaba arrastrándoles. Como pudo, mientras se mantenía al niño y a él a flote con una mano, con la otra trató de quitarse los zapatos. Pero se hundía, y tragaba agua, y temía que el niño escapase a su abrazo. Volvió a comenzar a nadar hacia tierra, pero cada vez le quedaban menos fuerzas, el niño pesaba más y le arrastraba, y el agua se empeñaba en metérsele en la boca y por la nariz, impidiéndole respirar.

Casi se había rendido él también, cuando notó que tocaba fondo con los pies. Aliviado, en escasos segundos lo primero que pensó fue que estaba demasiado lejos de la costa para tocar pie. En ese momento de certidumbre, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Pero no le dio tiempo a asustarse, pues en esos mismos breves segundos, el niño y él se encontraron fuera del agua, descansando sobre el lomo de la ballena, que nadaba lentamente frente al acantilado que poco antes había sido su prisión. Mientras él aún rodeaba con su brazo al niño, la ballena se deslizaba como un silencioso barco frente a la costa, alejándose del acantilado y llegando, poco a poco, hasta la playa en la que estaba su casa desde hacía tantos años. Y allí permanecieron, frente a la orilla del mar, en silencio, contemplando la puesta de sol. Poco más tarde, dejó al niño en la orilla y se fue nadando.

Se dio cuenta entonces de que hasta ese momento, nunca había sabido como había aparecido en la playa, sano y salvo. Le hubiese gustado taparle con algo, para que no cogiese frío, pero no tuvo que preocuparse, porque casi inmediatamente, un vecino encontró al niño y se lo llevó, aún inconsciente, en brazos, hasta su casa. Recordaba, en cambio, que al despertar su madre le había abrazado, y que no había habido castigo ni reprimenda, sólo sopa de pollo, filete de ternera con ensalada, un pastel de chocolate, todo en la cama, calentito, y con su familia al completo rodeándole.

Él observó alejarse al vecino con el niño en los brazos. La herida de la rodilla ya no le dolía, ni sentía sed ni hambre. Sólo seguía algo cansado, y en el fondo de su alma lo que de verdad lamentaba era que la ballena no le hubiese llevado con él. Arrojó una piedra al agua, pero en vez de sumergirse, la piedra rebotó. El agua se deslizó, dejando aparecer el lomo de la ballena, que mirándole desde la profundidad de uno de sus ojos, dejó escapar de su cuerpo, una vez más, aquella llamada. Se quitó los zapatos, y comenzó a andar hacia ella.

Le encontraron hecho un ovillo junto a la orilla del mar. Sonreía con la comisura de los labios, pero su cuerpo estaba frío y rígido. Aunque estaba vestido, no llevaba los zapatos, que estaban juntos un poco más arriba en la pendiente de arena. Resultaba increíble que no se hubiera mojado.