miércoles, junio 09, 2004

UN ATAQUE DE ESTRÉS

La mayor parte de la gente detesta los lunes. Ya se sabe, regreso al trabajo, madrugón otra vez, con lo a gustito que se está en la cama hasta, pongamos las diez siendo buenos, después de comer si la noche tercia una buena juerga. A veces, llega uno el lunes a la oficina sin recordar apenas de que iba ese molesto trabajo que da de comer pero, muchas veces, no gratifica. Hace falta una sobredosis de café, media hora perdida de pestañeos y una furtiva visita al correo electrónico para que, por fin, el engranaje mental decida empezar su normal funcionamiento.

Los lunes, tan dormidos, tan cansados, con la lengua muerta y la boca pastosa, coger el teléfono puede ser peligroso para la conservación en el puesto de trabajo. Apenas sorbido con estrépito el tercer buche de la mañana cafetera, suena y, sin acertar a decir sin tartamudear la consabida consigna de la empresa (“Pichurri y Asociados, digamé”), descubres horrorizado, a la tercera palabra de la segunda frase, que tu interlocutor te está aporreando el oído con una rápida oleada en inglés. Con suerte, cazas cuatro palabras y un tonillo interrogador, pero entenderlo, lo que se dice entenderlo, nada, ni salvadora idea. Rebuscas en el fondo entumecido y brumoso de la memoria, mientras balbuceas aquello de “Can you repeat, pelase?”, pero nada. Está más desordenado que el pesado bolso que te acompaña desde hace semanas sin que te dignes a limpiarlo. Finalmente, algo en español cristiano: el nombre de tu jefe jefazo. Pero no está, y como el tipo del otro lado del teléfono ya te ha soltado dos veces su santo y seña, te pide alegremente que “urgent” le digas que le llame, tras lo cual, mientras un escalofrío recorre toda tu espalda y notas claramente aparecer dos surcos de sudor inefables a cada lado de la blusa, cuelga con un sonoro golpe.

Tierra trágame. La duda me consume. Admito mi deficiencia lingüística y, cabeza baja y ojillos de cordero degollado, le digo aquello de “Te llamaron, no se quién era, no entendí nada”, lo cual sería tanto como admitir que mentí como una bellaca al incluir en mi curriculum “inglés medio”, o me callo como un somormujo, que a fin de cuentas somos muchas en la oficina y, con un poco de suerte, pagará alguna justa por mi pecado. Callar antes que errar. Será lo mejor. Sí.

Pasa una hora de insufribles bostezos, batallitas de fin de semana y una abundante cantidad de visitas al baño (un médico me aconsejó beber mucho agua, por aquello de eliminar, pero otro me dijo que no forzara la vejiga, que tengo tendencia a los cólicos nefríticos; cuesta contentar a todo el mundo). Por fin, haciendo uso y disfrute de una de las ventajas de la jefatura, el jefe aparece a las tantas, despejadito y relajado, pide un té, un vaso de agua y un cenicero, enciende un cigarro y, candoroso, hace la temida, aunque algo olvidada, pregunta. Le notas la ilusión en la mirada, sintomática de los negocios fructíferos, que tan bien le conoces. Y lo notas porque, inocentemente, el ha decidido que tus ojos son los mejores para depositar tan arduo, para ti, interrogante.

Lo siguiente que una puede recordar, una vez que el estrés ha agotado todas las reservas de adrenalina y tu sistema nervioso se ha convertido a un líquido bilioso que te sale por distintos e inadecuados orificios del cuerpo, es el porque hace cola detrás de tanta gente con un aspecto tan desolado en una oficina del I.N.E.M. Estás despedida.