jueves, junio 24, 2004

GOTAS DE LLUVIA

El tiempo se le hacía eterno sentado en aquel gélido e incómodo banco. La estación estaba casi desierta y la luz era demasiado escasa para leer, aún cuando había encontrado un periódico abandonado, bien doblado junto a la papelera, como si su propietario no estuviese seguro de su decisión de abandonarlo. Si la generosidad del suministro eléctrico hubiese sido comparable a la del lector, el tiempo hubiese tenido un transcurrir más dinámico.

Se había levantado viento, y el tren seguía sin llegar. Se estremeció de frío, mientras acurrucándose en el banco abrazado a sus rodillas, trataba de extender el abrigo para que le cubriese el máximo posible de cuerpo. Pero el tejido no parecía querer dar más de si. No había ningún sitio en que resguardarse del viento, que se arremolinaba indeciso ahora desde el este, ahora desde el oeste, siempre frío y con olor a tormenta. Cómo para reafirmar el mal talante del día, un trueno lejano resonó sordo y largamente. Bajo el techado de la estación no pudo distinguir el brillo del relámpago que lo había precedido.

Las hojas del periódico, aburridas, bailaron un momento sobre el banco. El destino las había arrojado a esa estación, así que, imposibilitado a leerlas, las uso para calentarse el cuerpo. Pese al frío, se ruborizó mientras iba metiéndose secciones del diario sobre el jersey. Nacional en el pecho, internacional en la espalda, cultura y sociedad en los brazos y, finalmente, deportes bajo los pantalones, en el trasero. Caminó un poco arriba y abajo por el andén para volver a entrar en calor. Cómo no había nadie, practicó algunos movimientos nuevos de esgrima que había aprendido esa misma tarde.

El tren seguía sin llegar, el viento arreciaba y las primeras gotas habían empezado a sortear sin problema el alto techado de la estación. Ya había intentado encontrar en una ocasión similar un lugar en donde resguardarse, por eso ni siquiera perdió un minuto esta vez en esa tarea. Ni un solo muro o esquina ofrecía cierta cobertura contra los elementos. Si hasta el banco donde se sentaba era de una lámina metálica perforada de agujeros, incómoda y desamparada, aunque, eso sí, muy “decorativa”. Con un castañeteo de dientes, se arrebujó aún más en el abrigo y una maldición muda dejó salir de sus labios una nube de vapor condensado. Apenas si habían pasado otro par de minutos.

Para distraerse, sacó la cartera del abrigo y comprobó que llevaba el billete. La foto gastada seguía en el mismo sitio en que había estado desde que allí la pusiese, tres años atrás. Cerró la cartera y la metió en el bolsillo, pero en seguida la volvió a sacar de nuevo. Los pies le dolían de frío, y también los dedos. ¿Por qué no dejar que el dolor también se hiciese de su corazón? A fin de cuentas, en realidad siempre estaba allí, agazapado, escondido, rumiando palabras incomprensibles que la sangre extendía como un mal rumor por todo su cuerpo. Al sacar la foto de la cartera, alguna gota alcanzó justo su cara, agrandando como una lupa sus facciones y su mirada perdida. Ella se había ido hacía tres años bajo una espesa lluvia y ninguna gota solitaria la haría volver.

El viento extendió la gota en una fina línea húmeda que atravesaba la foto hasta el filo más alejado de ella, allí donde la poca habilidad del improvisado fotógrafo había cortado su propia cabeza. Mejor así. Ver la felicidad perdida en su propio rostro hubiese sido demasiado duro. Ella seguía sonriéndole, como si nada hubiese pasado.

Tragó saliva y dejó caer los brazos. Un relámpago inundó de luz la inmensidad fría de la estación, pero el no lo vio porque había cerrado los ojos. Y tampoco oyó el trueno que lo acompañó casi inmediatamente, porque estaba escuchando los recuerdos de su risa. Risa, lluvia y viento.

Y así, con los ojos cerrados, abandonó la estación y se encontró de nuevo en aquel camino junto a una vieja carretera, caminando bajo una tormenta de verano, el viento y las gotas metiéndoseles en los ojos al parpadear y en la boca al hablar. Ignorantes de los charcos en que se hundían, del barro que escalaba las perneras de los pantalones. Ajenos al ruido incesante de los coches que pasaban a su lado, tan absortos el uno en el otro que el resto del mundo parecía no existir.

-No.
-Sí.
-No.
-Te digo que sí. Lo recuerdo perfectamente. Ayer mismo lo estuve leyendo.
-Y yo te digo que no, que es “el descoronado será de nuevo rey”.
-Y yo que es “el descoronado será rey de nuevo”. ¿No ves que así rima mejor?
-¡Pero si es una traducción, no rima si no en el original!
-Sí que rima. Si lo dices como yo te digo que es, rima.
-Pero es que no es como tú dices que es.
-Sí es.
-No es.
-Sí es.
-No.
-Sí.
-¡No!
-¡Sí, sí, sí, sí, sí!
-¡No, no, no no, noooooo! Tu memoria es un desastre.
-Y tú te crees que nunca te equivocas. ¡Y, sí!
-N…

Fue entonces cuando el vehículo que pasó al lado levantó una enorme ola de agua y barro que les embadurnó por completo, especialmente a él por ir por el lado externo. La risa de ella apagó el ruido de los motores de la carretera, y todavía se estaba limpiando la cara cuando sintió su beso a través de las gotas de lluvia.

El altavoz bramó distorsionado la próxima llegada del tren. El golpeteo de la lluvia en el techado se fundió con la memoria de aquella risa. Abrió los ojos justo para ver como un golpe de viento se llevaba de su mano relajada la preciosa foto con su recuerdo, volando directamente al suelo de la vía.

No se lo pensó dos veces. Aunque ya se notaba en el aire la vibración del inminente tren, se lanzó de un salto desde el andén y recupero la foto, mojada por la lluvia pero entera y, tras limpiarla un momento contra el abrigo, subió al andén impulsándose con los brazos justo a tiempo para evitar el tren, rodando sobre su cuerpo hasta quedar tumbado de espaldas en el suelo. Pocos segundos más tarde, recuperaba el aliento sentado en el solitario vagón, con la foto firmemente sujeta en la mano izquierda, los ojos cerrados y las gotas de lluvia descendiendo aún por su cara. Sintió un leve roce en los labios, como si una nueva gota cayera del velado cielo. Se pasó la lengua en un acto inconsciente y notó el agua extrañamente salada. El roce volvió y abrió los ojos. Ella estaba allí y sonreía, besándole.