miércoles, junio 09, 2004

EL SUEÑO TAN ESPERADO

La carta había llegado esa misma mañana, y era seguro que llevaba retraso, porque la fecha del sello de correos era de hacía una semana. La salvó el maldito insomnio, útil por una vez en la vida, porque el resto de las veces no resultaba más que un inconveniente tras otro. Desde hacía casi cinco meses, el gasto en maquillaje se le había disparado, de lo difícil que le resultaba, cada día más, disimular las ojeras y las bolsas de los ojos. Ese día estrenaba un nuevo producto. Esperaba que fuera realmente eficaz, ya que apenas había dormido un par de horas y en otras dos tendría que estar frente al seleccionador de personal. Al salir de casa se aseguró de llevar el curriculum, recién actualizado, en el bonito maletín de piel que con tantos esfuerzos le había regalado su hermana. Una última mirada en el espejo, una inspección del traje gris que estrenaba para la ocasión y el libro que había empezado dos noches atrás.

Como había salido con tiempo de casa, en la estación pudo repasar la ruta planificada para llegar, lo más directamente posible, a la dirección en que tendría lugar la entrevista. Estaba nerviosa. No, estaba frenética. Era la primera entrevista en más de dos meses; había llegado cuando ya no la esperaba, y si bien no era el trabajo con que ella soñaba, al menos estaba dentro de su campo. Y ya se veía allí. Trataba de imaginar el aspecto de la sala de espera, si es que la hacían esperar, aunque secretamente esperaba que no. Odiaba esperar. Y ¿cómo sería el entrevistador, o la entrevistadora? ¿Sería afable o de de esos que tanto odiaba, que te tratan con desprecio y ni siquiera te miran al hablar? Daba igual, ella estaría sonriendo, le miraría a los ojos, o al menos lo intentaría, y le daría un firme apretón de manos. O tal vez fuese más audaz y le diera dos besos. Si era mujer no se extrañaría, y si era hombre, bueno, aún no había conocido a ninguno que le importunaran dos besos, castos, en la mejillas, suyos. Se quitaría el abrigo con naturalidad, lo colgaría en el perchero, o en el respaldo de la silla en caso de que no hubiera. Bueno, eso si había dos sillas, porque si sólo había una, la dispuesta para que ella se sentara, entonces se lo pondría sobre las rodillas, porque de lo contrario la postura no sería cómoda y le pondría más nerviosa aún y perdería naturalidad.

De repente se dio cuenta de que estaba frotando los dientes ruidosamente. Si seguía dándole vueltas a la entrevista, acabaría neurótica y la estropearía. Recordó, feliz, el libro de bolsillo, y aunque ya había dejado atrás tres de las siete estaciones de cercanías que había antes de llegar a su destino, todavía podía leer unos veinte minutos. Si lograba concentrarse en la lectura, se relajaría y todo iría mucho mejor. Sacó el libro y buscó la página por la que iba. No solía utilizar marca páginas, porque siempre los perdía, y tampoco utilizaba el que consideraba mal hábito de doblar una esquina de la página por la que se dejaba de leer. Por lo general, memorizaba el número de la página, aunque a veces se olvidaba y sólo conseguía aproximarse a la cifra, por lo que debía leer por encima unos cuantos párrafos hasta dar con el adecuado. Muchas veces, cerraba el libro ya medio dormida, después de unos minutos de lucha por mantener la consciencia, de tal modo que cuando por fin encontraba un hueco y podía zambullirse en la lectura, tenía que retroceder y revisar algún que otro párrafo. Por fin, tras algunos momentos de búsqueda, encontró las palabras precisas que, abriéndose paso en la nebulosa de la memoria, le situaron en la trama.

Los primeros minutos fueron difíciles, pues la maldita entrevista entraba en escena constantemente y le hacía perder el hilo. Pero finalmente se sumergió en la lectura, como si de un estanque de silenciosas aguas templadas se tratara. Su rostro iba reflejando, para quien le estuviese mirando, las expresiones de los estados de ánimo de los personajes que poblaban el libro. Poco a poco, su ritmo fue tomando un ritmo más sosegado, dejó progresivamente de frotar los dientes y, como si se tratara de un tobgán, estiró las piernas y dejó resbalar su cuerpo hasta quedar sentada en el filo del asiento, apoyando primero el hombro y, más tarde, la cabeza en la pared del vagón.

Despertó al notar el contacto de una mano en su hombro. Algo sobresaltada, vio un guardia de seguridad que le estaba mirando con gesto de alivio. Cuando salió del tren, todavía un poco desorientada, el guardia de seguridad seguía hablando. Estaba en otra ciudad y su billete no cubría el recorrido. Llevaba en una mano el maletín y en a otra el libro. El hombre lo había recogido del suelo, por lo que estaba algo sucio. Y allí, mientras bostezaba en aquel paisaje desconocido, demasiado tarde incluso para una disculpa telefónica, mirando el continuo deambular de los viajeros en el andén, lo único que podía pensar era que no recordaba el número de la última página leída.